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ellen - 0

Actualizado: 11 nov 2019

Siempre me han gustado los gatos. Recuerdo que la casa del campo en la que pasé mis primeros años estaba siempre llena de ellos. Siempre que me despertaba sola en mi enorme habitación había dos o tres acechando por el lugar, o durmiendo a mi lado. Conseguían que me despertara de buen humor. Siempre había sido una niña algo arisca desde pequeña, así que mis padres estaban contentos al verme pasarlo bien con los animales del lugar.

Tenía cinco años cuando mis padres empezaron a hacer planes para tener un segundo hijo. A pesar de ser tan joven, lo recuerdo como si fuera ayer. Estaba tan harta de la soledad que la idea de por fin poder compartir mi enorme habitación me dejó sonriendo durante toda la semana. La casa tenía habitaciones suficientes como para tener que compartir una, pero las primeras semanas, eso era lo único en lo que quería pensar. Tan sólo cuatro meses más tarde, mi madre vino contentísima del trabajo, y por la manera en la que besó con una sonrisa en la cara a mi padre, supe que estaba embarazada. También a mí me besó como si nunca lo hubiese hecho antes. Esa noche cenamos la cena más rica que había probado jamás. Aunque de eso no me acuerdo tan bien. Es lo que pasa con la memoria, decide almacenar tan sólo lo que le parece importante. Parece que la noche en la que mis padres me anunciaron que iba a tener un compañero de juegos no lo era tanto.

Las semanas avanzaron, así como el tamaño de la barriga de mi madre, y también mis ganas de que llegara ya el día del parto. Cuando llegó la noticia de que iba a ser una chica, las ganas no hicieron otra cosa más que incrementar. Al día siguiente ya tenía preparada una lista de nombres para el bebé. Ya te lo puedes imaginar; una lista entera de nombres sin sentido. Mis padres decidieron que el nombre adecuado era Charlotte.

Después, negro. Recuerdo lo que pasó con el bebé, sólo gracias a las historias que me contó mi padre años más tarde. Mi memoria parecía una gran laguna en blanco, sin ninguna sola imagen o pista de lo que podría haber pasado. Nada. Mi padre me dijo que sufrió mareos muy graves, y cuando decidimos ir al ginecólogo para comprobar qué sucedía, le comunicaron que había tenido un aborto natural. 

Justo después, decidimos mudarnos a la gran ciudad. 

Mi memoria salta directamente hasta cuando llegué a la casa nueva, donde todo el recorrido del piso podría caber en mi primera habitación. Mi nuevo cuarto era pequeño, oscuro y olía a cerrado. Recuerdo haber pensado que esa habitación no la podría compartir nunca.

Dejamos los gatos con los vecinos, y mi padre me contó un día que lo único que me daba pena dejar atrás eran ellos. Eran lo más parecido a amigos que tuve; a mí me daban clase en casa por estar tan lejos de la ciudad. Los gatos siempre estuvieron ahí cuando lo necesitaba, aunque con seis años tampoco tenía mayores problemas que levantarme todos los días temprano para hacer las tareas de casa. Siempre he trabajado en casa. Pero me hacían sonreír.

Mi madre entró en una severa depresión después del aborto. Eso sí lo recuerdo. No comía, tan sólo dormía, encerrada en su habitación días y días enteros. Dos meses después de mudarnos a nuestro nuevo piso en un barrio en el sur de Londres, mi madre tuvo que ingresar en el hospital por falta de nutrientes. Cuando volvió a casa, tenía otra vez esa sonrisa que tanto enamoraba a mi padre y que tan feliz me hacía a mí. Aunque sus ojos nunca se iluminaron como antes. 

Cinco meses más tarde de irnos del campo, nuestros vecinos nos llamaron para contarnos que tres de los siete gatos habían muerto por causas que ni ellos sabían, y los otros cuatro no querían comer, ni salir al jardín. Sólo dormían, tumbados en los sofás mientras observaban cómo pasaban los días.

No recuerdo cómo murió mi madre, ni cómo consiguió quitarse la vida. Pero mi padre, como siempre, me contó que su cerebro había dejado de funcionar. 

Tan sólo tenía siete años.

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