Pasaron los meses, y Dan no dejó de acompañarme ni un sólo dÃa desde esa primera vez. Al principio era incómodo y silencioso, no entendÃa, o siendo más sincero, no querÃa entender por qué se empeñaba tanto en querer venir conmigo todos los dÃas. Pero no voy a negarlo. SabÃa que mi padre iba a estar enfadado por lo que acababa de pasar en el instituto ese dÃa, y sentà una pequeña sensación de alivio al ver que caminaba de nuevo a mi lado por segunda vez. A partir de entonces, no dejó de hacerlo. Como si supiera que funcionaba. Y lo hacÃa. No sabÃa si era una coincidencia, si mi padre por tener la obligación de pasar las tardes en casa ya no bebÃa tan ocasionalmente y se aguantaba la mano, o si realmente sabÃa que alguien estaba observando sus movimientos, aunque sólo fuera un crÃo. Pero, por alguna razón, mi padre le tenÃa miedo. O por lo menos el suficiente respeto como para darse cuenta de que serÃa peligroso pasarse de la raya.
Conforme avanzaban los dÃas, los sonidos de las pisadas en el suelo comenzaron a quedar reemplazadas por nuestras conversaciones. No hablábamos demasiado al principio, siempre eran cosas superfluas y casi forzadas por mi parte cuando salà de esa etapa de negación y comencé a darme cuenta de que querÃa ayudarme. Pero junto con el paso de los dÃas, las conversaciones empezaron a ser reales y comenzamos a conocernos mutuamente en esos pequeños diez minutos diarios, de lunes a viernes, como una rutina a la que poco a poco comencé a esperar con ganas cada vez que se acercaba la hora de ir a casa. Algo que era complicado.
Un viernes normal, mientras Dan y yo caminábamos como de costumbre hacia mi casa con la conversación en el aire, hizo una pausa antes de hacerme una pregunta un poco peculiar:
—¿Quién es la chica que está siempre contigo?
Quise no sorprenderme cuando dijo las palabras con la mirada clavada en el pavimento mojado para después subir los ojos y dirigirme una mirada curiosa y casi salvaje, pero tuve que devolverle la mirada divertido.
—¿Quién? ¿Ellen?
—La chica castaña que está contigo en los recreos.
—Ellen, va a mi clase.
—¿En serio?
Asentà y le miré sonriendo.
—¿Por qué?
Apartó la mirada tratando de ocultar la sonrisa y se recolocó la gorra visiblemente algo nervioso por la mención de mi amiga, por mucho que hubiese sido él quien habÃa preguntado por ella. Se encogió de hombros y se humedeció los labios.
—Es mona.
—¿No es un poco joven para ti? —le pregunté bromeando, a lo que me respondió con un puñetazo en el hombro que me desvió unos pasos de mi camino.
Me reà y él volvió a humedecerse los labios.
—No lo digo por mÃ, lo digo por ti.
Solté una carcajada.
—Venga ya, ahora no me vengas con excusas.
—¿No te gusta?
Negué con la cabeza rápidamente.
—Ew no, es como mi hermana.
Resopló.
—Qué nenaza eres.
—Vete a la mierda.
—Entonces, ¿está libre?
Me encogà de hombros.
—Supongo que sÃ, no me habla de esas cosas.
Asintió y no dijo nada más. Me chocó la mano y esperó a que entrase en casa para seguir su camino hacia la suya.
No le di importancia a la conversación. No me pareció del todo extraño que me preguntase por una amiga mÃa que le habÃa gustado fÃsicamente, algo que era perfectamente normal. Era una chica guapa.
A pesar de que Dan me acompañase todos los malditos dÃas, las cosas no habÃan mejorado del todo. Las pesadillas por las noches eran diarias y todavÃa se le iba la mano de vez en cuando. Aunque por lo menos no me dejaba magullado y con heridas que cerrar. Sólo soltaba algún que otro guantazo ocasional, y sobre todo muchos, muchos insultos.
El orientador del instituto no tardó demasiado en recomendarme sesiones con un psicólogo todas las semanas al observar, claramente, un comportamiento que requerÃa ayuda de ese tipo. Yo no iba a oponer resistencia.
—Entonces, ¿tienes que ir todos los jueves? Menudo coñazo —me preguntó Ellen en la cima de una de las rampas del parque.
Me encogà de hombros y me dejé caer sobre mi patÃn, agachado y apoyándome en los dedos sobre la tabla. Ellen me vitoreaba todavÃa en la plataforma conforme conseguÃa hacer mi truco a la perfección, por primera vez en mi vida. Yo celebré con los brazos y me tiré al suelo con una carcajada. Ellen trató de bajar con su tabla, aunque tropezó en el suelo y cayó de culo sobre el cemento alisado. Me reà de ella todavÃa tirado en el suelo, a lo que ella no tardó demasiado en venir hacia mà y pegarme con los puños en los hombros.
—¿Estás bien?
—Cállate.
Nos pasábamos las tardes de los fines de semana en el barrio del sur de Londres. Era un barrio peligroso, y los parques no acostumbraban ver niños tan jóvenes sin supervisión de un adulto. Aunque no nos importaba demasiado, quedábamos por la mañana, comÃamos cualquier cosa que Ellen consiguiera robar y volvÃamos antes de que se hiciera de noche a casa. No habÃa pasado demasiado tiempo de que comenzamos ese hábito que mejoraba con creces mis semanas, pero puedo decir que decidir quedar juntos la primera vez fue la mejor decisión que he tomado hasta la fecha. Ellen rápidamente se convirtió en mi mejor amiga. Confiamos el uno en el otro más rápido de lo que imaginé que podrÃa confiar en alguien. Con su carisma y sus ganas de comerse el mundo con su personalidad peculiar que cada dÃa me gustaba más, conseguÃa sacarme de este pequeño mundo que habÃa creado para aislarme. Con ella no necesitaba esconderme, podÃa correr de un lado a otro sabiendo que ella iba a estar detrás mÃa, dispuesta a cogerme de la cintura para tirarme sobre el césped y después me dejarÃa acariciarle el pelo conforme me contaba acerca de su dÃa. No me contaba sus cosas privadas, a pesar de todo. Siempre habÃa sido una chica hermética, cerrada con llave a cualquier cosa que pudiera desvelar nada parecido a una debilidad para ella. No supe por qué era asÃ, o si siquiera tenÃa una razón por ello. Pero no me importaba. SabÃa que confiaba en mÃ, sabÃa que ella también ansiaba un siguiente sábado comiendo juntos bajo las sombras de los árboles, por mucho que fuera febrero y tenÃamos que esconder las manos en nuestras chaquetas. No necesitaba abrirse para sentirse cómoda a mi lado. Y yo no necesitaba cerrarme para hacerlo al suyo.
Por eso, no tardó demasiado en conocer los detalles que ella en el fondo ya sabÃa. No me dijo lo que temà que me dijera si lo contaba; cuéntaselo a alguien. Denuncia. Vete de esa casa. Lo único que hizo fue darme un abrazo, con una expresión triste y a la vez cansada, como si estuviera enfadada de que eso tipo de cosas siguieran ocurriendo a su alrededor. Me agarró del brazo casi agresivamente, y me dejó hundirme en su pelo en un abrazo que hacÃa un par de meses que nadie me daba. Me costó no echarme a llorar como un crÃo.
En cambio, la que lloró fue ella. Se apartó de mi abrazo y se pasó una mano por la cara mirándome a los ojos.
—Te quiero —dijo, después de compartir las tardes juntos por tan solo dos semanas.
No lo decÃa para hacerme sonreÃr, no lo hacÃa porque tal vez sabÃa que necesitaba que alguien me dijera aquello. Lo decÃa con un destello en los ojos, con una pequeña sonrisa y el nudo en la garganta materializado en su voz. Porque lo decÃa en serio. Pero sà que sonreÃ.
Aunque no tardó demasiado en cambiar el ambiente en cuanto se dio cuenta de que estaba mostrando más vulnerabilidad de lo que hubiese querido, asà que me dijo que tenÃa algo en la camiseta para distraerme y me volvió a tirar al suelo para empezar una pelea de hierba conmigo.
Ni siquiera pensé en decirle o mencionarle lo de Dan, sinceramente porque se me olvidó. Pero cuando volvà a pensar en la conversación que tuve con él, no pensé que fuera algo que a Ellen le interesase.
Jane me gustó desde el primer segundo en que la vi. En septiembre, con la luz de la mañana entrar en el primer dÃa de clase como un compañero que me ayuda a ambientar las imágenes en mi cabeza. Ahà estaba en el pasillo del colegio, sujetando una mochila el doble de grande que ella en la mano, negándose a ponérsela en la espalda y con la cara enfurruñada porque no querÃa entrar en clase. TodavÃa tenÃa un ligero bronceado español sobre la nariz, y poniendo los ojos en blanco entró para sentarse en su sitio asignado cuando hubo escuchado suficiente balbuceo de su padre, que trataba de convencerla para entrar. Tiró la mochila en el suelo como si fuera su mayor enemiga y cruzó los brazos sobre su regazo. Yo como un mero espectador lo observaba desde mi sitio, con mi cara hundida en mis brazos en una mañana que pensaba que serÃa fatÃdica. Pero su mal humor me la alegró un poco. Por aquellos entonces mi madre todavÃa vivÃa en casa y mi vida todavÃa no era tan caótica como más tarde serÃa el caso. En la realidad en la que aquel entonces vivÃa, el hecho de empezar un curso nuevo habÃa tensado las cuerdas en mi casa. Y estaba asustado. No me atrevà a acercarme a ella ese dÃa, ni el siguiente, ni la siguiente semana tampoco. Porque el problema estaba en que no tenÃa ni puñetera idea de que me gustaba.
La amistad que habÃa crecido con Ellen me dio la suficiente confianza para que un dÃa de marzo, justo al terminar la primera hora del dÃa, le preguntara el nombre. SabÃa su nombre de sobra, lo habÃa estado repitiendo instintivamente en mi cabeza durante los últimos meses sin que yo lo notase, aunque no estaba segura si ella sabÃa el mÃo. Por suerte, me sonrió y me respondió con un inglés roto y dudoso, todavÃa sin tener demasiada soltura para hablar muy de seguido el idioma, aunque intentándolo con una sonrisa preciosa en la carita.
Pero sabÃa que a Ellen no le iba a hacer gracia.
—¿Por qué no me has dicho nada? —me preguntó en cuanto me arrastró a su sitio una vez le dije que le habÃa invitado a pasar el recreo con nosotros.
La miré con una ceja alzada.
—¿Tengo que pedirte permiso?
Puso los ojos en blanco.
—Venga ya.
—Mira, siempre se junta con esas chicas que la tratan como si fuera su reina. No se la merecen.
—¿Y a mà qué más me da?
Chasqueé la lengua.
—Puedes poner esa cara de mierda todo lo que quieras, pero va a venir. Y te va a caer bien.
Le dejé con la palabra en la boca para dirigirme a mi mesa. Elle me siguió y puso una mano en la superficie con fuerza para asustarme, me miró con enfado en los ojos con pelo cayéndole por la cara.
—A mà no me caen bien las chicas.
Ahora el que puso los ojos en blanco fui yo.
Ellen siempre se habÃa mostrado dura y catastrófica al tratarse de la relación con la que más tarde serÃa su mejor amiga. A dÃa de hoy todavÃa no me lo ha agradecido, aunque supongo que por mucho que Jane y yo conseguimos ablandarla, siempre iba a ser una orgullosa cabezona, aunque no la culpo. Yo también soy un orgulloso.
No quiero admitirlo. No me gusta hablar de este tema. No me gusta admitir que fui el culpable de muchas cosas que ocurrieron esos dos primeros años de nuestra relación de amistad. Vi muchas cosas que no paré con mis manos, y cuando me quise dar cuenta, ya era demasiado tarde. Jane no se mereció cómo la traté. Ellen no se mereció cómo la traté. Yo no me merecà cómo me trató Dan. Pero la mayor parte de la culpa es mÃa, porque todos somos culpables de algo en esta historia en la que no pedà ser partÃcipe y que me arrastraron como una vÃctima más. Nadie es inocente.