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ethan -vii [02 enero 2009]

Actualizado: 1 dic 2019

Desde que salí de mi trance y dejé de ir al psicólogo no pasaba un día sin que estuviera colocado de alguna forma u otra. Pensaba que una vez comenzara el instituto de nuevo dejaría de hacerlo, pero descubrí una forma de seguir jodiéndome el cuerpo incluso las horas que iba a clase. No me gustaba decir que abusaba de las drogas, porque siempre sabía cuándo parar. Un par de pastillas era suficiente para hacerme pasar el día, tal vez alguna calada de lo otro al salir de clase para poder dormir el resto de la tarde, y comenzar de nuevo con alguna variante similar. A veces pasaba las tardes en el sur de Londres con los chicos, escuchando música rodeados de humo y jugando al ping-pong. Y cuando menos me lo esperé, llego el segundo aniversario de la partida de mi madre.

Otras Navidades sin eventos, esta vez sin intentos fallidos de mi padre. El año anterior, aunque sea, había recibido un regalo de Ellen y habíamos comido juntos en el parque. Ese año, sin embargo, estaba solo. Comí guisantes en lata mientras jugaba a algún videojuego, disfrutando de la soledad del salón de mi casa. Por aproximadamente quince minutos.

Dejé la televisión puesta y pretendí encerrarme en mi habitación con el sonido retumbando en las escaleras. Las paredes eran de papel, podría escuchar a mi padre que estaba en el salón de casa tomándose una cerveza y fumando un cigarrillo, con las luces apagadas y la luz gris colándose entre las persianas medio cerradas. Se levantaría a por otra cerveza y tiraría el plástico de la comida a domicilio en el fregadero, amontonándose con el resto de platos sucios. Suspiré. Por mucho que cerrase los ojos y apretara los puños, el silencio estaba clavándose en mis oídos.

Los discos encima de mi mesa estaban tirados desordenadamente. No me quedaba sitio en las estanterías para colocar más. Cada día me compraba dos o tres, y los escuchaba para tratar de dormir conforme sentía las drogas desaparecer de mi cuerpo. Después no los escuchaba nunca más. No porque no me gustaran. Sino porque no me hacían sentir nada, no me daban esa sensación que quería, que buscaba. Así que después de un par de horas intentándolo, apartaba el reproductor y me tragaba un par de pastillas de clonacepam para crear la bruma que hacía eventualmente que me durmiese. O eso hacía al principio. Poco a poco y cuando intenté de dejar de drogarme por las noches, los ataques de ansiedad y el insomnio era multiplicado por dos. Y comencé a tomarlas para dormir.

El espejo en la puerta de mi armario estaba cubierto de rotulador negro. Hubo una época en la que me despertaba con una nueva frase escrita en el cristal casualmente, y suponía que la medicación y la música me había hecho hacerlo. Era entretenido al principio ver qué frase o qué parte de qué canción me había llegado hasta tal punto de escribirla en el espejo. Hasta que la imagen que me devolvía el espejo empezó a darme miedo. Apenas tenía ya moretones en la cara y los brazos. A mi padre le asustaba mi altura y mis brazos cada vez más definidos, a mí cada vez me gustaba más. Pero las ojeras, los labios morados, el sudor bajándome por la frente y las venas marcadas en mi cuello comenzaron a hacerse protagonistas en mis pesadillas. Era como si el espejo me estaba advirtiendo que estaba creando un problema, y yo lo tapé con un rotulador negro y un par de rayas de coca. Así que a partir de entonces escribía y dibujaba por las paredes y la madera de mi cama.

Llevaba sin entrar en la habitación de mis padres por lo menos cuatro años. Incluso con mi madre en casa, aquel era territorio prohibido para mí, o por lo menos cuando estaba mi padre. A veces mi madre me escabullía dentro para ver la tele en la pantalla grande y bañarme en la bañera. Hasta que mi padre le pilló, y tuvo que pagar las consecuencias. Aunque ella lo minimizó cubriéndose el mentón con el pelo y un pañuelo de seda alrededor del cuello. Con la radio puesta en la cocina y una sonrisa falsa en sus labios.

La puerta entreabierta al final del pasillo y la luz que reflejaba en el suelo me hizo quedarme paralizado durante unos segundos con la mirada fija sobre el manillar. Miré el reloj del pasillo. Mi padre llevaba un par de horas fuera, y no sabía si eso significaba que estaba a punto de volver o que a esas alturas ya no volvería hasta por la mañana. De todas formas no lo pensé mucho más tiempo, caminé deprisa hasta la habitación y me quedé parado en la puerta.

Imaginé que mi padre hubiese dejado la habitación como el resto de la casa; llena de ceniceros llenos y botellines y latas de cerveza vacíos. Pero sorprendentemente estaba limpia. Tragué saliva para deshacerme de la sensación en el fondo de mi estómago, pero me costó algo respirar cuando puse un pie dentro de la habitación.

La mesilla que usaba mi madre estaba como ella la había dejado; el joyero abierto, algún collar esparcido por la mesa. Los anillos, las pulseras, una chaqueta de lana que usaba para andar por casa sobre la silla, descolocada de debajo de la mesa, el espejo inclinado y su perfume destapado, como si lo hubiese usado hacía tan solo un par de minutos. Incluso olía a ella un poco. Su lado del armario estaba abierto, y todas sus camisas y pantalones colgaban de sus perchas, y alguna que otra camiseta estaba tirada sobre el suelo. No sabía si porque ella las había dejado ahí, o porque se habían caído del tiempo que había pasado sin que alguien las hubiera llevado.

No quería pararme en los detalles, no quería mirar ni un segundo más a sus pertenencias, no quería que siguiera mirándome desde la pared con esa sonrisa falsa que jamás usaba conmigo. No sabía a quién quería engañar al convencerme a mí mismo que no me iba afectar. Tuve que sentarme en su silla por inercia; jamás se me hubiese ocurrido sentarme en aquel espectro por voluntad propia. El espejo reflejaba mis clavículas, y pensé en cómo sería abrazarla ahora que podía besarle la cabeza al hacerlo.

—Mierda.

Me levanté en seguida con urgencia para marcharme. Pero me quedé quieto un segundo al ver un anillo plateado que no dejaba de llevar nunca. Recordaba cómo sólo se ponía su anillo de casada al salir y jamás dentro de casa. Mi padre nunca se dio cuenta. Ese anillo, sin embargo, con una pequeña inscripción ilegible en el borde, no dejaba de llevarlo. No hizo las maletas, ni se despidió de mí, ni me llevó con ella. Se lo había quitado y lo había dejado ahí, esperando el día en el que tuviera la fuerza para entrar y venir en su busca. Así que lo agarré sin mirarlo y me marché de ahí con una piedra en la garganta.

Pensé que podría manejar la soledad aquel día, como había hecho el año anterior. Pero con su olor todavía encima de mis labios, no quería arriesgarme a que pasara nada si continuaba solo.

Yo: Dan tío

Yo: Veníos a cenar hoy

Yo: Estoy solo en casa

Daniel: guay


Me estaba arriesgando al no tener ni puta idea si mi padre iba a volver pronto o no. Siempre que se iba a pasar la noche en la calle o a donde cojones se iba, cogía ambas carteras del armario del salón para evitar que le robase. No encontré ninguna de las carteras por ningún lado, así que supuse que volvería por la mañana.

En menos de media hora estaban todos en mi casa. Traían sus licores y vasos de plástico necesarios para pasarlo bien. Y Dan se acercó a mí con mi bolsa de pasatiempo que preparaba para mí siempre que salíamos. No voy a decir que no me salía caro, pero ese día me invitó él.

No sé cuánto dinero ganaría Dan con todo eso de la droga. Yo era capaz de ganar unas 400 libras a la semana si la cosa iba bien. Él hacía más cosas de las que nunca me contó a parte de sólo vender; probablemente distribuía, cortaba y tenía conversaciones peligrosas, seguido de un largo etcétera que le permitía vivir solo en el barrio caro en el que ambos vivíamos.

Ya sé qué vas a decir. No puedes pagar un piso con dinero negro e ilegal. No me canso de repetirlo; Dan tenía cogidos por los huevos a una cantidad grande de personas importantes y poderosas. No fue difícil para él ser peligroso. Y en esos momentos me estaba enseñando a serlo tanto como él.

Ni siquiera sabía qué significaba pasárselo bien. Hacía ya un par de meses que no hablaba con Ellen, y no quería contar hacía cuánto de que no estábamos bien. Era el único recuerdo que tenía del significado de “diversión”. Con los chicos con los que pasaba el tiempo sólo hacía eso. Pasar el tiempo. Me reía, hablábamos del negocio, de chicas, de drogas, de sexo. Suponía que me lo pasaba bien. No quería admitir que por lo general, sólo era un buen ambiente para no tomar drogas solo, y con quince años a cualquiera le gustaba hablar de chicas. Sobretodo, me gustaba que me trataran como si estuviera por encima de ellos, y podía dar órdenes a quien me saliera de la polla.

Hasta que no sentí el polvo arañarme el cerebro, el resto no movió un dedo. Era mi casa y mis reglas. Esperé un par de segundos con los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás a que hiciera efecto con todas las miradas encima mío, y cuando les miré estaban sonriendo.

—Destrocemos este puto sitio —murmuré contagiándome de sus sonrisas viciosas.

Dan me sonrió con una ceja alzada orgulloso de mí, y subió el volumen a tope de la música.

No sé en qué punto de la noche llegó Jane.

La vi de refilón, con una sonrisa en los labios y el pelo recogido. No pude evitar mirarla durante unos segundos completamente paralizado. En cuanto salí de mi pequeño trance, busqué a Dan con la mirada antes de acercarme a él.

—Tío, ¿qué hace aquí Jane?

—¿Por qué? Vive aquí al lado —respondió, mirándome directamente a los ojos.

—No la he invitado.

—Relájate, la he invitado yo —dijo, bajando la mirada hacia mis labios y poniendo una mano en mi hombro para tranquilizarme,

—Es mi fiesta, colega. Si hubiese querido invitar tías, lo hubiese hecho —dije yo, aguantándole la mirada.

—He dicho que te relajes.

Aparté la mirada y me humedecí los labios.

—Sácala de aquí —dije, mirándole por última vez con advertencia en mis ojos.

Naturalmente no me hizo caso. Rodeó la mesa en la que estábamos todos para ponerse detrás suya y sujetar su cintura. Me miraba conforme le besaba el cuello y ella esbozaba una sonrisa al sentirle a sus espaldas. Aparté la mirada y le quité el vaso al chaval que estaba a mi lado para beber lo que quedaba de cerveza.

El alcohol no era lo mío. Lo había intentado un par de veces, pero siempre me había traído malas noticias. Pero sentí la boca seca y la necesidad de hacerlo igualmente.

Jane notó cómo había estado mirándola, así que me saludó con una sonrisa tímida con los dedos. Intentando desesperadamente una vez más gustarme. Aguanté su mirada por unos segundos con la cara seria, y miré a Dan detrás suya que también me miraba. De una forma completamente distinta.

—Juguemos a un juego —propuso Dan soltándose de su novia.

Puse los ojos en blanco. Dan continuó hablando:

—Jane lleva un tiempo pensando en hacer un trío. Y encima quiere hacerlo con uno de vosotros.

La rubia soltó una carcajada y le miró con desdén y una sonrisa. Él sintió cómo le miraba a juzgar por su sonrisa, pero no se la devolvió.

—Yo no soy de los que se folla a sus colegas, pero son las reglas de la jefa —continuó Dan, como si no estuviese viendo las miradas que le dedicaba ella.

—Qué mentiroso eres —dijo Jane en su defensa, pero sin dejar de sonreír juguetona.

Ni siquiera estaba mirándolos a ambos, sólo con la música de fondo y el humor que colgaba en el aire ya era suficiente para ponerme incómodo.

—Ella va a elegir al que mejor bese de todos vosotros, ¿de acuerdo? Y yo tendré que veros las pelotas.

El resto de la habitación naturalmente también se reía, y escuchaba las carcajadas de Jane por el fondo. Dan se quedaba callado, mirándola con una ceja alzada y esa mirada poderosa en los ojos. Ella dejó de reír cuando vio que estaba hablando en serio.

—Estás de coña, ¿no? —dijo con una voz algo más seria.

Él le aguantó la mirada unos momentos más, hasta que la apartó para pasearla por la sala.

—¿Quién quiere ir primero?

El silencio se hizo en seguida, nadie sabía si realmente quería que besasen a su novia delante suya o estaba siendo un farol para poder partirle la cara a quien se atreviese a hacerlo.

—Dan —insistía Jane.

—Yo lo hago —dijo el tío al que hacía unos segundos había robado el vaso.

Se movió hasta Jane con una sonrisa y ella dio un paso atrás.

—Jane, no tienes que hacerlo —interrumpí yo, probablemente como las primeras palabras que le había dirigido en meses, incluso un año.

Ella me miró deprisa y con miedo en los ojos. Sin embargo, en cuanto me puso los ojos encima, alzó una ceja y chasqueó la lengua.

—Ahora me hablas, ¿no?

Dan se rió conforme el resto de la sala me miraba y soltaba gritos de derrota. Yo seguía mirándola y ella me miraba con la ceja todavía en el aire. Resoplé con suavidad y negué con la cabeza.

—Haz lo que quieras.

Tal vez si hubiese cerrado la puta boca ella hubiese dicho que no por su propio pie, pero pareció que la animé a hacerlo. Ni siquiera podía mirar. Sí pude mirar a Dan, que miraba a su novia con otro tío con una mirada que no había visto todavía en él. Bebía de su vaso y miraba con atención, por mucho que fueron solo un par de segundos. Jane se apartó incómoda y se cruzó de brazos.

Dan continuó con su juego vicioso en el que compartía a su novia como si fuera una consola nueva que acababa de comprar y quería que sus amigos probasen. Y ellos cada vez estaban más entusiasmados con la idea, como si el miedo de que Dan les partiera los dientes hubiese desaparecido y no podían esperar a ser el siguiente. Cuando llegó el turno del cuarto, decidí que ya era suficiente.

—Dan, creo que lo hemos pillado.

Me miró analizándome y pensativo justo antes de sonreír.

—¿Quieres besarla tú?

Le miré por un rato esperando a que se riera, pero en el fondo sabía que no estaba bromeando, justo como no lo había hecho hacía unos minutos.

—Tío, no voy a besar a tu novia.

—Te estoy dando permiso. Los dos sabemos que quieres.

Le miré con seriedad.

—Para esta mierda, tío. Ya no tiene gracia.

—De acuerdo. Después de que la beses.

—Dan —le advertí.

Quería hacerle entrar en razón con la mirada, que tan viciosamente me sujetaba. La sonrisa de medio lado me confirmaba que iba a hacer justo aquello. Iba a conseguir que todos y cada uno de los tíos en la sala se enrollasen con su novia. No sabía realmente el objetivo. No sabía si lo hacía para tocarme los cojones a mí. No sabía si lo hacía para ponerme celoso. No sabía si lo hacía porque le excitaba aclamarla como suya y el poder compartirla a su antojo, o si le excitaba verla con otros cuando era bajo su comando. Cualquiera que fuera el caso, a mí me repugnaba.

Él seguía mirándome con la misma mirada comandante. Me humedecí los labios y la miré a ella, que tenía la mirada en el suelo y los brazos cruzados. Tuve que apretar los puños para intentar evitar partirle la cara al chico que tenía en frente, que le había hecho sentir así y que no tenía intenciones de detenerse pronto. Pequeña y vulnerable, rodeada de pavos casi cuatro años más que ella, repartida como caramelos. Tenía las mejillas sonrojadas y se mordía los labios copiosamente. Cerré los ojos y me froté la frente para aclararme los pensamientos, que poco a poco dejaron de estar colgados de un hilo tambaleante al dejar de hacerme efecto las drogas que había tomado hacía unas horas. Sentí un escozor en los ojos cuando lo hice, pero sabía perfectamente que iba a tener que hacerlo.

Sin más miramientos, le sujeté del mentón para hacer que me mirara algo más brusco de lo que quise, y me incliné para besarla. Ella me correspondió algo sorprendida, pero ni dos segundos tardó en enredar su lengua con la mía, con su mano en mi pecho y ligeramente de puntillas.

Fruncí el ceño al sentir exactamente lo que me temí sentir; el calor saliendo de sus dedos esparciéndose por mi piel, los saltos de mi estómago y las ganas de arropar el brazo alrededor de su cintura para que no se separase de mí. Tenía la necesidad de acariciarla, tocar su pelo y las mejillas, abrazarla en mi pecho y apartarla de ese mundo que no le correspondía. Sentí mi corazón latir con asfixia, y por primera vez quería que no parase nunca, tenerla siempre en mis brazos y que me besara día a día con esa pequeña sonrisa que estaba formándose en sus labios bajo los míos. No sé cuánto tiempo tuve la suerte de besarla, pero conforme lo hacía sabía que tenía que parar pronto. Y me costó recoger todas las piezas de mi cuerpo para crear la fuerza y poder separarme de ella.

Quise no hacerlo. Quise separarme, partirle la cara a Dan, echar a todo el mundo de mi casa y escuchar música en mi habitación hasta quedarme inconsciente. Pero en cuanto me aparté de ella, me atrapó en su mirada brillante directamente en mis ojos, y tuve que detenerme para poder admirar la belleza que había dentro de los suyos. Sus pecas en la nariz, sus pestañas largas y sus ojos azules con pupilas dilatadas. Tragué saliva y me aparté de ella para darme la vuelta.

Fue como si alguien pulsase el play para mí de nuevo. Los chicos a mi alrededor estaban hablando entre ellos por encima de la música alta como si nada estuviera pasando. Jane recogió sus cosas a mis espaldas y se marchó por la puerta dando un portazo, lo que me hizo seguirla con la mirada, donde me tropecé con la de Dan. Me miraba con sombra en los ojos mientras daba un nuevo trago a su botellín de cerveza, sin parecer percatado de que su novia acababa de marcharse a las cuatro de la mañana a la intemperie de la calle.

De todas formas, me dio lo mismo. Había conseguido cabrearme.

—Todo el mundo fuera —dije calmado, volviendo a agarrar la primera botella que encontré para dar un trago de cerveza.

Dos o tres de los que estaban me miraron sorprendidos sin tomarme en serio, pero me faltaba poco para perder la cabeza del todo, y los necesitaba fuera de mi casa. Así que me acerqué al reproductor y tiré del cable con fuerza.

—He dicho ¡todo el mundo fuera! —grité.

Ni siquiera esperé a que se marchasen, salí del comedor con los puños cerrados y cerré la puerta con un portazo.

Estaba tan cabreado que si hubiese querido podría haber destrozado mi habitación entera. En cambio, lo único que me permití fue romper el espejo de un puñetazo, la silla de madera contra el marco de la cama y la lámpara de noche contra la pared. Conmigo mismo no fui tan compasivo.

Cuando terminé de intentar romperme la muñeca a base de puñetazos, bajé de nuevo las escaleras para comprobar si me quedaban algunas pastillas más que me ayudasen a dormir. Tuve que detenerme en mi búsqueda cuando me encontré a Dan todavía bajo la luz del comedor que colgaba del techo.

—¿Qué cojones haces aquí? —escupí al verle.

—No me hables así.

Dejé escapar una risa de inverosimilitud y negué con la cabeza, rindiéndome.

—Sigues haciéndolo, tío —le dije, colocándome al lado opuesto de la mesa.

—¿El qué?

—Tratarme como un inferior.

Me miraba con curiosidad, y con esa mirada que todavía no lograba descifrar y que al mismo tiempo era mucho más intensa bajo el foco de luz. Fue a decir algo, pero le interrumpí con la mano cuando me di la vuelta para comenzar a buscar sobre las cómodas del comedor.

No era raro que Dan pasara por mi casa de vez en cuando cuando no estaba mi padre, o incluso cuando estaba. Mi padre comprendió poco a poco que estaba perdiendo el poder.

—¿Te ha gustado?

Alcé la mirada hacia la pared con el corazón empujándome las costillas desde abajo, e inspiré con fuerza antes de meterme una pastilla en la garganta. Pretendí que no sabía de qué estaba hablando.

—¿El qué? —murmuré antes de bajarla con un trago de cerveza.

Me di la vuelta y Dan estaba acercándose a mí. Me miró a los ojos, habiéndose ya acostumbrado a no bajar la mirada cuando quería hacerlo. Estábamos a la misma altura.

—Ya sabes de lo que te estoy hablando.

—Dan, tío, no me vaciles y sal de mi puta casa.

—Te he visto la cara cuando la besabas.

Puse los ojos nuevamente en blanco y me acerqué el botellín a los labios tratando de ignorar que estaba acercándose a mí más de lo que quisiera.

—Deja de tocarme los cojones.

—Te gusta.

Me quedé callado y le sujeté la mirada que me mandaba, ahora a centímetros de mí pero al mismo tiempo no queriendo intimidarme del todo, esperando al momento adecuado para hacerlo. Como respuesta y método autodefensa, chasqueé la lengua y di otro trago a la cerveza a medias que me había encontrado, apartando la mirada. Aunque estaba cabreándome, probablemente como hubiese sido su objetivo.

—Te gustaría follártela.

Como un acto reflejo, me di la vuelta con rapidez y le sujeté el cuello con los dedos contra la pared. Con las venas del brazo hinchadas y mi respiración agitada, miraba con el ceño fruncido cómo él mantenía la calma con mis dedos presionándole la garganta. Me miraba desafiante, incluso. Mantenía la mirada firme y la respiración controlada, como si esa fuera exactamente la reacción que se hubiese esperando de mí en esas circunstancias. Sin embargo, a mí me dio lo mismo, mantenía mi puño firme contra la pared y la mirada seria sobre sus ojos.

—Te lo juro, Dan. Te juro por Dios que si vuelves a tratarla así te reviento la cara —murmuré, con su cara a centímetros de la mía, aunque con voz calmada.

—Sólo estaba haciéndote un favor —dijo con una sonrisa socarrona.

Apreté todavía más su cuello y le di un golpe en la cabeza contra la pared. Lo único que él hizo al respecto fue humedecerse los labios y bajar la mirada a los míos.

—He dicho que dejes de tocarme los cojones —repetí.

Fue cuestión de segundos, Dan me mantenía la mirada obedeciendo mis órdenes durante unos segundos más con las manos calmadas a sus laterales. Pero en cuanto quiso devolvérmela como sabía que podía hacer, sólo tuvo que apretar un puño y agarrarme el cuello con el otro para cambiar su posición con la mía. Con el doble de rapidez y fuerza, incluso manteniéndome algo más alto de lo que estaba cómodo, para ahogarme poco a poco. Me puso los pelos de punta con el dolor, y sentí la sangre correrme por la boca cuando me mordí el labio con el impacto.

—No sé quién te crees, Ethan. No necesito tus discursos de superman, ella viene a mí sin poder evitarlo, te guste o no —dijo, todavía aguantándome la mirada y observando cómo iba pidiendo por aire en mis gestos.

Se humedeció los labios una vez más y bajando la mirada a los míos, como llevaba haciendo toda la noche. Luego, subió los ojos a los míos.

—Que no se te olvide. Me pertenece. Al igual que .

Traté de tragar saliva tras sus palabras, pero sus dedos contra mi cuello me dificultaron el trabajo, por no hablar de su mirada confusa pero a la vez directa hacia mis ojos. Esbozó una sonrisa socarrona con una ceja alzada, antes de inclinarse hacia mí para enredar su lengua en la mía con fuerza.

Al principio me sentí confuso y desorientado. Su agarre contra mi cuello aminoró ligeramente durante un par de segundos, cuando comenzó a saborear mi boca con posesión. Las drogas empezaron a hacer su efecto, y no supe si lo que estaba ocurriendo era real o me lo estaba imaginando con mi mente celosa, pero en cuanto me quise deshacer en él como me estaba pidiendo, de nuevo sentí el agarre fuerte contra mi cuello, provocando un gemido rasposo en el fondo de mis pulmones. Pude sentir su piel ponerse de gallina bajo mi voz, y su cadera presionó contra la mía con tanta fuerza que sentí la pared clavarse en mis riñones.

No mostró ningún símbolo de compasión, aunque tampoco sé si hubiese querido que así fuera. Me agarró de las muñecas con la boca entreabierta y el ceño fruncido con placer, y me sujetó de la cadera para darme la vuelta con fuerza contra la pared, y así tener la facilidad de morderme el cuello y rasgarme la piel para saborearme.

No sabía qué estaba pasando. No sabía cómo estaba pasando. Lo recuerdo todo con una espina que me produce una mezcla de sensaciones que desearía no haber experimentado. El dolor que se esparció por mi cuerpo, en las muñecas, en el cuello, en la cadera. Sus sonidos de animal a mis espadas y su bestialidad que dejaron mis lágrimas contra la pared junto con la sangre en el suelo. Las marcas de dientes en mis muslos, en mi espalda, en mis manos, y los gritos de ambos tan diferentes colgando de las telarañas de mi comedor abandonado. Todo aquello mezclado en mis pesadillas cada noche, con los colores oscuros en sus ojos que siempre me habían mirado desde arriba, asegurándose de que así seguía de la forma más voraz y carnal que conocía. Le excitaba mancharme de sangre y semen y enmascararlo con un par de besos en mis hombros, justo después de agarrarme del pelo y ponerme a su disposición una vez más.

Pero para mí, lo más doloroso no fue que me lo estaba haciendo a mí en ese momento tan vulnerable. Sino pensar en cuántas veces lo había hecho con otras personas que no fuera yo. Desconocidas de la calle. Chicas de mi clase. Ellen. Jane. Sobretodo ellas dos. Porque conmigo incluido en la lista, éramos todas personas que él había declarado que quería. Y no quería ni imaginar cómo debía tratar a la gente a la que no lo hacía.

Esa noche sangraron mis sábanas conmigo. Después de arroparme tras dejarme inconsciente en el suelo, con las lágrimas secándose en mis mejillas.

Mi padre llevaba ya cuatro días sin aparecerse por casa, por lo que me tomé la libertad de saltarme las clases una vez comenzaron de nuevo. Sospeché que tampoco volvería al quito o incluso al sexto día.

Sabía que tarde o temprano tenía que entrar al comedor para ponerme a recoger. Pero recuerdo haber pensado que prefería que viniese mi padre y me matara a hostias antes que tener que entrar y fregar las manchas de las paredes. Así que así quedó, con el olor a tabaco y marihuana todavía pegado a las cortinas, las colillas esparcidas por la mesa y los vasos tirados por la madera, con el alcohol seco sobre el cristal, durante más de una semana.

No es buena idea encerrarse en casa si uno quiere deshacerse de sus pensamientos y su memoria, la cual nunca había sido buena pero que repentinamente era capaz de hacerme ver todo tan nítidamente. Deseaba, minuto tras minuto, recobrar mi capacidad de poner la niebla encima de mis recuerdos, empezar a ver borroso de nuevo, tener la facilidad de cerrar los ojos y estar inconsciente durante horas, para despertarme y que todo hubiese desaparecido de mis retinas. En cambio, estaba ahí. Cerraba los ojos y sentía sus dedos contra mis muñecas, y escuchaba sus gemidos en mis oídos. Abría los ojos para apartarme el sudor de la frente, y veía la sangre en mis manos y las heridas en mis nudillos después de romper cada uno de los espejos de mi casa. Y deseaba que las heridas fueran más graves, para tal vez así poder centrar mi mente en otra cosa que no fuera él. Pero por muchos golpes que diese, por muchos moretones que me provocase y por mucha sangre que saboreara durante el día, no conseguía avanzar.

El octavo día fue la primera vez que salí de casa. Después de alimentarme a base de agua y papilla de avena y prácticamente no dormir durante días enteros por los ataques de pánico que estaba sufriendo, decidí que la mejor salida eran las drogas, como llevaba haciendo los dos últimos años de mi vida. Busqué en cada cajón, en cada armario, en cada caja de mi casa por los botes de pastillas viejas que deberían seguir por ahí. No tenía mucho sentido que las hubiese, teniendo en cuenta que cada pastilla que no había usado para quedarme dormido las había vendido por 80 pavos la unidad. Pero yo buscaba y buscaba con el aliento agitado y el sudor bajándome por la espalda, porque me negaba a pisar la calle y arriesgarme a encontrarme a personas que no quería ver.

Al final, no tuve alternativa.

Tuve que tirar de mis contactos para que otra persona me diera las drogas. No había hablado mucho con esta persona nueva, pero le conocía y eso era lo suficiente como para fiarme.

—¿No te pasa Dan de normal? —me preguntó después de intercambiar dos o tres frases de saludo.

Normalmente los intercambios eran rápidos y sin mucho contacto visual entre ambos, pero pareció que tenía ganas de hablar.

Tampoco es que le estuviera mirando demasiado a la cara, pero bajé la mirada incluso más y me encogí de hombros con las manos en los bolsillos de la sudadera. No se me había ocurrido que era enero y que hacía un frío de espanto, pero salí con tanta prisa que no me di cuenta hasta que bajé del metro.

—Ya sabes cómo es —respondí algo nervioso en mis impulsos.

Él se rió y me dio un golpe en el hombro.

—El tío es un hijo de puta —dijo entre carcajadas claramente afectadas por los años de humo que había bajado por su garganta.

Esbocé una pequeña sonrisa y asentí con suavidad, con la mirada todavía perdida en el asfalto.

—No le digas que te he dicho eso —añadió para de nuevo reírse entre sus comentarios.

Se aclaró la garganta y se puso algo más serio, aunque siempre tenía esa sonrisa en los labios y mostrando unos dientes amarillos. Saqué el taco de billetes del bolsillo y me colocó la bolsa en mis manos sutilmente. Me metí la mano de nuevo en el bolsillo y conté con el pulgar las pastillas dentro de la bolsa, y fruncí el ceño algo extrañado. Aunque pareció que él se me había adelantado.

—Te he puesto lo usual y un poco de mi ingrediente secreto, invita la casa.

—¿Me ayudará a dormir?

—Tres días seguidos dormí yo la primera vez que lo tomé —dijo levantándome tres dedos orgulloso.

—De puta madre, gracias tío.

Volví a chocarle la mano y me piré de ahí lo antes que pude.

Mi intención era tomarme la suficientes como para nublar mi mente y poder dormir sin soñar. No fue mi intención tomarme una tras otra en una sentada.

O tal vez sí lo fue. Tal vez sí fuera mi intención tragarme todas las pastillas con un poco de agua y esperar a que viniese la oscuridad de una vez por todas. Tampoco estoy seguro de cuántas pastillas tomé, o cuándo me quedé dormido sobre el suelo de mi habitación. No sé cuántas horas pasaron hasta que llegó. Ni siquiera sé si lo hizo de verdad o simplemente fue fruto de mi imaginación. Podía imaginármela corriendo hacia mí con una voz murmurada entre las paredes, aunque hasta en ese estado podía escuchar su preocupación en el fondo de su garganta. De lo que sí estoy completamente seguro es que, si ella no hubiese aparecido lista para llamar a una ambulancia, ahora mismo estaría muerto.

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