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ethan -vi [05 agosto 2008]

Fue extraño despertarme el veinticinco de diciembre sin el olor a bizcocho recién hecho por la mañana, como había hecho durante todas las Navidades de mi vida. Era como si de pronto mi cuerpo recordara de que mi madre realmente se había marchado y no tenía pinta de que iba a volver pronto. No me había parado a sentirme triste acerca de su partida. Porque la odiaba. No quería perdonarla el abandonarme en esa casa llena de rasguños en las paredes; era una cobarde, y la odiaba.

Ese primer año sin ella ninguno de los dos había sabido realmente qué hacer. Al despertarme ni siquiera me acordaba que era Navidad hasta que vi la fecha en el calendario roído sobre mi mesa. Aunque, lo primero que hice nada más levantarme, fue comprobarme los músculos de los brazos frente al espejo.

Suponía que mi padre había estado verdaderamente asustado después de lo que pasó a principios de verano, hacía ya casi 5 meses. Porque no me había puesto una mano encima desde entonces. No me malinterpretes, jamás estuvo cerca de ser cariñoso ni siquiera amable conmigo, y seguía siendo efusivo y violento de vez en cuando, y los insultos seguían siendo plato de cada día. Pero nunca había vuelto al punto de dejarme inconsciente, o incluso cerca.

Cuando bajé las escaleras tuve que detenerme antes de llegar hasta el descansillo. Mi padre había vuelto a encender la pequeña radio que mi madre sólo apagaba por las madrugadas para dormir, y que llevaba creando un silencio espeso en los pasillos de mi casa durante casi un año entero. Estaba encendida, y cuando entré en la cocina, mi padre estaba preparando el desayuno. Con una sonrisa en la cara. Y creció algo de esperanza en mi interior.

Luego, lo tiraría todo por la borda en el aniversario de la partida de mi madre.

Sin embargo, no eran los constantes cambios de tono que tenía mi padre conmigo lo que hizo que me cambiasen la medicación por riesgo a adicción.

Dan no tardaría demasiado en empezar a salir con Jane de manera oficial. No quería analizar por qué me molestaba tanto que estuviera sucediendo aquello, pero lo hacía. Sabía que Ellen estaba todavía más enfadada con la situación que yo. Trataba, una y otra vez, hacerme hablar con Dan para tratar de cambiarle de opinión, ya fuera cuando estábamos juntos o por teléfono. Durante el poco tiempo que nos veíamos era de lo único que hablábamos. O, mejor dicho, hablaba.

—¿Has hablado con Dan?

Yo ponía los ojos y negaba con la cabeza.

Y ella respondía con un suspiro y con su habitual monólogo en el que subía la voz más y más para dejar claros sus argumentos de por qué no debían estar juntos. Yo no estaba en desacuerdo con ella del todo; es más, tenía razón. Jane no pertenecía ahí, no pertenecía con alguien así. Había tenido numerosas pesadillas con distintos finales a los que se enfrentaba si continuaba esa relación, y ninguno era feliz. Pero yo seguía con mi narrativa de indiferencia, haciendo esfuerzos por ocultar lo increíblemente incómodo que estaba con esa situación. Así que no hice nada de lo que Ellen me pedía; escuchaba cómo Dan comenzaba a hacer bromas de mal gusto acerca de su nueva relación con la chica de trece años que iba a mi clase, y yo callaba su voz con cualquier droga que tenía delante. Probablemente podría haber hecho algo al respecto, y debería haberlo hecho. Pero no lo hice. Porque yo también soy un cobarde.

Eso sólo ayudó a que me alejara todavía más de ellas.

No sólo me redujeron la dosis del único medicamento que estaba tomando en el momento, sino que vieron oportuno extender mis visitas al psicólogo y darme una segunda pastilla, que me adormecía la lengua y me hacía quedarme dormido en mi pupitre de clase.

Sé que ese año fue problemático para mí. Todas aquellas pastillas hacían quede mis recuerdos tuviesen una bruma constante ondeando por encima. Recuerdos que ni siquiera sabía si eran reales o no. Hoy en día los sigo confundiendo con sueños. Toda la rabia, todo el miedo y la confusión que debía estar sintiendo en esos momentos quedaron reducidos a un leve murmullo en el fondo de mi mente. Me dedicaba a arrastrarme por los pasillos de clase en clase y me pasaba las tardes inconsciente sobre mi cama. Supongo. Mi padre me zarandeaba todos los miércoles y viernes hasta conseguir animarme para mandarme al psicólogo. No sé muy bien qué es lo que estaba pasando, pero sé que mi psicólogo no estaba de acuerdo con mis preinscripciones, y probablemente fuera la cuarta o quinta vez que trataba de hablar con el psiquiatra para cambiarla. Sinceramente, no me acuerdo.

Todo ese año es un completo borrón en mi memoria. No recuerdo qué di en clase, con quién me relacioné, cómo pasaba los días, ni cómo conseguí aprobar las asignaturas. Nada.

Lo que sí recuerdo es que en verano cambiaron las cosas drásticamente. Ni siquiera recuerdo cómo. Sólo me acuerdo de un día en específico, completamente aleatorio en una de las tardes infinitas de verano. Me metí a la cama con un recuerdo tan normal de mi día, en el que había hecho algo tan arbitrario como ir a patinar, como llevaba haciendo ya rutinariamente un año o más. Pero me acordaba. Y al día siguiente seguía haciéndolo, algo completamente refrescante que cambiaría la perspectiva de mis días.

Esa semana fue cuando decidí dejar de tomar la segunda pastilla, e intercambiarlas por algo que me hiciera sentir algo de nuevo. Quería volver a sentir la adrenalina por mis venas y tener las pupilas dilatadas, quería apartarme el sudor de la frente y sentir el humo bajar por mis pulmones. Cuando me desperté de un coma de casi seis meses sin tener recuerdos y vagando por la vida con los hombros caídos como un espectro, me aferré a lo cotidiano. No recordaba cuándo fue la ultima vez que había visto a Dan.

—Nos vimos ayer —me dijo encendiéndose un cigarro.

Suspiré y me pasé una mano por el pelo tratando de no mostrarme cohibido. Él simplemente se encogió de hombros.

—Te avisé que las pastillas eran peligrosas.

Ese verano fui un verdadero hijo de puta.

Escúchame, no ir al psicólogo no es ilegal. No van a llamar a tu casa ni a llevarte a rastras a no ser que seas un peligro para los demás o para ti mismo. Yo sólo era un crío con ansiedad anclado a una prescripción, pero me aseguraba de no llamar la atención y de portarme bien, o por lo menos de que no me pillasen portándome mal. Además, importa todavía menos si tienes un padre irresponsable al quien le importas tres pares de cojones, ni siquiera tenía que pretender que seguía con la preescripción, porque sabía que mentiría igualmente, si es que llamaban. Y así es exactamente como sucedió.

Apenas pasaba tiempo en mi casa de todas formas, había aprendido a crear de ese garaje pequeño una habitación para mí. Hacía muchísimo calor, y el agua del grifo era marrón, pero aún así era mejor que estar en casa.

No sabía qué era lo mejor de las fiestas a las que acudía casi diariamente, si las drogas, la música o las chicas de las que conseguía su atención cada vez. Aunque, ahora que hago recuento, lo mejor de las fiestas sí eran las chicas. La música, las rayas de cocaína y las pastillas de colorines eran todo adiciones que venían con el evento, pero las chicas eran el maldito objetivo. No eran raras las competiciones entre nosotros, una bolsita de dulce LSD como premio.

—Nosotros no vamos de fiesta. Nosotros vamos de caza, está en nuestra naturaleza.

Es curioso las cosas que mi cerebro decide acordarse después de pasar años con amnesia, tanto por la ansiedad que he sufrido o por las pastillas con las que trataba de callarla. Pero estaba incrustado en mi memoria, y por mucho que quede inconsciente por las pastillas o por peleas que buscaba yo mismo, no consigo borrar la sonrisa que esbocé cuando le escuché decir eso, como si no pudiese esperar.

Dan era quien me había introducido en aquel mundo de colores neón y pavimentos mojados y oscuros en la noche, metidos en callejones sin salida y saliendo con un par de billetes en nuestros bolsillos. Él se aseguraba que no me faltara de nada si se trataba de seguridad sexual. Porque si algo Dan no era, era un descuidado. Él era ya casi mayor de edad y tenía alcance a cosas que yo no, por mucho dinero que ambos ganásemos con la venta de sustancias ilegales. Me daba la mitad de las ganancias, me daba una palmada en la espalda y con su mano en mi nuca caminábamos riendo hacia la siguiente fiesta haciendo apuestas acerca de quién se tiraba a más en una sola noche. Recuerdas bien, he dicho que ese año en el que Jane y Dan comenzaron a salir. Y no le molestaba en absoluto recordárnoslo al resto de los chicos con los que solíamos quedar en la bajera con un par de porros y latas de cerveza vacías.

—El otro día cayó, tíos.

Naturalmente estábamos hablando de ella, como solía hacer cuando no estábamos hasta el culo de speed. Le encantaba alardear de ella delante de nosotros como no lo había hecho con nadie, ni siquiera con Ellen. Luego, se olvidaba de ella tan pronto como se ponía el sol y se encendían los altavoces. Pero nos daba igual, porque éramos todos como él. Unos hijos de puta.

El resto de nosotros vitoreó y celebró como si hubiese ganado un rasca y gana, dándole la enhorabuena y sacudiendo su mano. Hasta yo estaba aplaudiendo.

—¿Cómo?

—Tuve que currármelo, colega, a este paso puedo casarme con ella y todo —dijo para hacernos reír—. Fue su cumpleaños, con comida china y una sábana para el colchón valió para que se abriera de piernas con un chasquido.

—Estás enfermo, tío —dijo uno de los que estaba sentado con nosotros, del que no recuerdo su nombre—. Tiene catorce años, es básicamente ilegal.

Sí recuerdo que no me caía del todo bien. Era maduro, tenía una personalidad que no nos venía bien teniendo en cuenta que lo único que queríamos en ese momento era ser irresponsables e insensatos. Pero tenía razón, y fue el primero en darse cuenta que nuestro grupo no se adecuaba a sus exigencias, y se marchó en cuanto tuvo una oportunidad. Ese debería haber sido yo, pero el destino tenía otras cosas preparadas para mí.

Dan le miró y resopló.

—Pues para tener catorce la chupa como una profesional —espetó creando de nuevo las risas.

Incluso el chico del comentario se rió y le chocó el puño. Yo también me reí, y también me chocó a mí el puño con orgullo.

Que Dan sea un cerdo erguido no tiene que ser sorpresa para nadie.

Pero ni de lejos eso fue lo peor de todo. Lo peor de todo fue que lo primero que pensé era en cómo podía Jane haber hecho una cosa así, si era una chica adorable y con clase. Hacía meses que no la veía a ella ni a Ellen, hacía meses que no hablaba con ella ni sabía de ella. Había dejado de tener contacto por diversas razones, pero aquello sólo incrementó mis ganas de alejarme de ella, porque no quería tener amigas facilonas. Facilonas por no decir otra palabra. Conocía a ese tipo de chicas. Eran las que salían de fiesta y se emborrachaban para marcharse con el primero que encontrasen. Las que se ponían en fila para comerme la polla, o a Dan, o a los dos. Las que no se respetaban. Jamás hubiese pensado que Jane hubiese sido una de esas chicas. Sí sabía que Ellen lo era, porque me acordaba de todo lo que Dan me había contado de ella.

Realmente no sé qué hubiese sido mejor; que me hubiese criado mi padre y acabar siendo un alcohólico misógino de mierda, o que me criase Dan y acabar siendo un drogadicto misógino y encima pedófilo de mierda. Por lo menos en el mundo de Dan follaba.

De todas formas, nadie me puso entre la espada y la pared para escoger. Yo cogí ese camino por mi cuenta propia.

No era cuestión de tener un líder o no, realmente todos los chicos con los que íbamos a las fiestas y pasábamos en la bajera tenían su rol y función en el grupo. Pero si hubiésemos tenido que elegir, naturalmente iba a ser Dan. Él era muy consciente de aquello, aprovechaba la atención cada vez que podía y se encargaba de la logística y de las palizas que había que repartir. En esos momentos éramos un grupo de críos que vendía marihuana y pastillas de aderall y diazepam. Pero en el sur de Londres era muy fácil hacerse peligroso. Y lo que hacíamos era mucho más peligroso de lo que yo tenía conciencia. Las reuniones eran tensas y más de una vez he tenido que detener una pelea sin necesidad con mis brazos y mi sensatez, pero no siempre era posible. Muchas veces llegaba casa con la nariz sangrando y con costras en los labios por las hostias que se repartían en la calle donde hacíamos los trueques. No ayudaba el hecho de que tanto yo como Dan vivíamos en un barrio rico, y hacíamos nuestros negocios en uno de los más desfavorecidos de la cuidad, y a la gente que se había creado una cartera de clientes no les hacía especial gracia de que le hiciéramos competencia. Los pijos nunca caen bien. Y Dan siempre había tenido un mal temperamento; se enfadaba con facilidad y empeoraba incluso más si estaba colocado. Sabía que siempre era yo el que conseguía rebajarle los humos y hacerle entrar en razón, pero había ocasiones que no conseguía pararle los pies.

Ni siquiera era un chaval que estuviera involucrado en el tema, sino un pobre inocente que enviaba los mensajes para preservar la identidad probablemente de un señor importante con una cara demasiado reconocible. Consiguió cabrear a Dan y al resto del grupo por su arrogancia y sus zapatillas de marca, porque lo que siempre se era ahí abajo era hipócrita, hasta que consiguió que le acorralaran en un callejón.

Le apalearon de tal forma y con tanta fuerza que me asusté de que lo hubiesen matado a puñetazos. Y empeoró cuando pude ver el mismo miedo en la cara de Dan, que se incorporaba despacio con el aliento agitado y el puño lleno de sangre. El resto se había detenido hacía tiempo, pero él, completamente sumergido en su ira y drogado hasta el culo, se había dejado llevar. Y estaba el pánico reflejado en sus ojos. Estaba pensando justamente lo mismo que yo. Pero él nos ordenó que corriésemos, y todos tan asustados como él, nos dejamos llevar por la adrenalina y las sirenas de los coches policía a nuestras espaldas.

Fue tan traumático para mí que me pasé días en casa, con la televisión local puesta día y noche, esperando a que saliera la noticia del cadáver encontrado tan apaleado que no era reconocible. Pero no llegó nunca. Jamás supe lo que fue de él. Dan tampoco, pero nunca volvimos a hablar del incidente, por mucho que todos estaban extra nerviosos cuando volví a salir de casa, después de casi dos semanas tratando de controlar mis ataques de pánico.

Sabía, después de que todos hubiesen visto lo que sucedió, que si Dan no estaba, la responsabilidad recaía en mí. Eran las consecuencias que tenía ser su protegido, y de ser uno de los “sensatos”. Por lo menos era así como me veían desde el principio, aunque me aseguré de sacudirme tal título de encima en cuanto pude. Pero no ayudó; me respetaban porque con catorce años ya había sido capaz de follarme a más tías que ellos a pesar de ser un par de años mayor, pero así era como funcionaban las cosas por esos alrededores. Me lo trabajé yo. Me gané mi sitio y me gané mi respeto. Así que dejó de importarme.

Sabía que me había metido en problemas cuando vi a Ellen una noche acercarse a mí en la calle cuando estaba consiguiendo que una tía viniese conmigo. Se acercaba a mí con pasos agigantados y con los puños cerrados, pero yo traté de ignorarla mientras seguía hablando con la chica, que me sonreía a la boca y se mordía los labios.

Ellen se cruzó de brazos al ponerse a mi lado.

—Ethan —dijo con voz seca.

—¿Quién es esta? —preguntó la chica frunciendo el ceño y mirándola de arriba a abajo.

Negué con la cabeza.

—Nadie.

Ellen no dudó ni medio segundo en cruzarme la cara con todas sus fuerzas con la palma de la mano.

—¡Hey! —chilló mi acompañante.

—¿Quieres tú también una hostia? —gritó—. ¡Fuera de mi vista!

La chica gruñó, pero hasta ella sabía que era conveniente no meterse con ella, por mucho que había pretendido segundos antes que no la conocía.

Yo había ganado mi sitio a pulso, pero también lo había hecho Ellen.

—¿Qué cojones te pasa, Ellen? —pregunté algo molesto.

—¿Y a ti? ¿Eres gilipollas?

La miré algo confuso sin saber muy bien qué decir.

—Hace meses que no te veo y nunca me coges el teléfono. ¿Te he hecho algo?

—No. Nunca estoy en casa.

Resopló y puso los ojos en blanco.

—Realmente estás pasando tiempo con el soplapollas de Dan. El otro día fue el cumpleaños de Jane, ¿le has felicitado?

Me quedé callado y aparté la mirada. Me encogí de hombros.

Ellen chasqueó la lengua y negó con la cabeza. Saqué mi paquete de tabaco y me encendí un cigarro.

—Estoy decepcionada.

Antes de que me diera tiempo a sentirme mal por lo que me había dicho la que había jurado que era mi mejor amiga, apareció Dan con las manos en los bolsillos. Se acercó con una sonrisa picarona y puso un brazo en sus hombros. Ellen puso los ojos en blanco de nuevo y se sacudió el brazo de encima.

—El que me faltaba —murmuró.

—¿Qué tal estás, Ellen?

—Bien, hasta que te he visto la puta cara.

Dan se rió y le pellizcó la mejilla. Ella le dio un tortazo en la mano.

—Te lo juro, como hagas daño a Jane vas a oír de mí personalmente, hijo de puta.

Dan dio una última calada a su cigarro antes de tirarlo al suelo con la misma sonrisa socarrona en los labios. Se acercó a ella y la acorraló contra la pared con sutilidad mientras volvía a acariciarle la mejilla.

—Te lo ha contado, ¿eh? Es impresionante tu amiguita, Ellen, te lo juro.

—Eres un asqueroso.

—¿Estás celosa? —murmuró sin separar los dedos de su barbilla y acercándose a ella con suavidad.

Aparté la mirada y tiré lo que me quedaba de cigarro al suelo. No estaba de humor para ver de nuevo a aquellos dos pretender que no se morían de ganas de comerse la boca, por lo que volví al interior y traté de meterme en mis asuntos.

Aquella noche hice mi primer trío con dos chicas en una de las habitaciones de esa casa desconocida. Otra de las ventajas de ser el mejor amigo de Dan, todo el mundo te conocía y si no lo hacían, querían hacerlo. Y las chicas berreaban a mis espaldas.

El año que había compartido con Dan en la bajera haciendo ejercicio había ayudado a que mis hombros se anchasen y mis brazos se hicieran fuertes, conforme crecía de manera natural. Era extremadamente divertido, y no quería de ninguna de las maneras despertarme de aquello. Por mucho que sabía que tenía que hacerlo, pero no me costaba demasiado callar la voz que me decía que estaba siendo un irresponsable. Y que tanto Jane como Ellen necesitaban mi ayuda. Yo prefería acostarme con todas las chicas que me apetecía, fumarme todo lo que se me pusiera por delante y pasarme los días inconsciente sobre un colchón ajeno. Así era mucho más sencillo ignorar el sentimiento de culpabilidad que sentía todo el maldito tiempo.

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