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ethan -viii [07 mayo 2009]

No tuve elección. En cuanto me desperté de mi coma de tres días, me ingresaron en un centro de rehabilitación. Mi padre consiguió escaquearse una vez más de las consecuencias de dejarme más de una semana y media solo en casa. Lo cierto es que tenía una buena excusa para marcharse, aunque se le olvidó ponerme al tanto.

Tardaron un total de cuatro días y dos sesiones con el psicólogo para diagnosticarme depresión, lo que fue una noticia buena para ellos. Podían cambiarme la medicación y darme antidepresivos, que no creaban la dependencia como los ansiolíticos que me habían recetado hacía un año y que llevaba vendiendo durante meses en la calle. Eso no significaba para mí, sin embargo, que los ataques de ansiedad disminuyeran de ninguna manera. Al llevar tanto tiempo tomándome esas pastillas como caramelos, el dejar de tomarlas de golpe fue doloroso y traumático. No podía levantarme muchos días de la cama por el dolor en las piernas y en los brazos, por no hablar de los vómitos y las muchas noches en vela. Fue como estar internado en una cámara de torturas, y la hora en la que llegaban con mi medicación dejó de hacerme gracia cuando descubrí que las pastillas nuevas no hacían nada. Sólo bajarme el hinchazón de los músculos levemente, tal vez. Pero ni un poco de alivio, ni un poco de silencio. Absolutamente nada.

Por lo que tuve que pasarme los siguientes tres meses y medio con pesadillas, respiración irregular y comiendo con tenedores de plástico. Ni siquiera cuchillos de plástico. Al parecer, aquella institución no sólo se encargaba de los menores drogadictos, también de los que eran como yo. Depresivos y con pocas ganas de vivir. Ese era el trabajo difícil de las personas que trabajaban ahí. Yo llevaba con ansiedad desde que era un crío, pero no podían darme nada para calmarme, porque así fue exactamente como comenzó la pesadilla. Y al parecer, no se me podía confiar con un cuchillo mientras comía. Por lo menos se me estaban curando las heridas en las manos por primera vez en años.

Cumplí los quince ahí dentro. Sólo podían venir a visitarme parientes directos, y me sorprendí un poco cuando apareció mi padre con un paquete bajo el brazo y una sonrisa sincera en los labios. Mi padre no me había regalado algo en toda mi vida. Así que sujeté el paquete con cuidado.

—¿Qué es esto? —pregunté con el ceño fruncido sin atreverme demasiado mirarle.

Quisiera decir que no, pero estaba esbozando una pequeña sonrisa cuando lo vi aparecer.

—Sólo… ábrelo —murmuró jugando con sus dedos sobre la mesa en frente mía.

Le dirigí una pequeña mirada y también él esbozó una sonrisa algo tímida cuando me vio a mí poco serio. Amplié mi sonrisa cuando vi el nuevo disco de Bring Me the Horizon bajo el papel, probablemente lo primero que iba a ir a buscar una vez saliera de ese sitio infernal. Y junto a él, un cuaderno de dibujo y un set de lápices. Para mí, una prueba de que había estado prestándome atención. Me quedé sin habla durante un buen minuto.

—Vaya, no sé—

—Ethan, escúchame —me interrumpió, obligándome a mirarle—. Lo voy a intentar, ¿de acuerdo?

Sé que lo dijo porque tenía medio. Sé que no lo dijo en serio, o porque realmente lo iba a intentar después de verme ahí dentro. Podía verle en los ojos cómo miraba las paredes, a las enfermeras yendo de un lado a otro con jeringuillas y gasas, las salas con sofás cómodos y la música suave constante para no dejarnos solos con nuestros pensamientos. Tenía miedo de acabar en uno de esos él mismo si no se cuidaba, porque sabía que él estaba metido en tanta mierda como yo. Sabía que debería haber sido él en vez de yo.

Pero en esos momentos no me di cuenta, y me lo tragué como me había tragado el resto de sus excusas de mierda, una tras otra. Incluso le dejé que me apretara la mano durante unos segundos. Habría preferido un abrazo, pero tampoco podía soñar demasiado.

Lo importante es que salí de ahí más limpio que un cerdo listo para ser empaquetado. Me dieron mi moneda de los cuatro meses y me subieron a la furgoneta de mi padre para enviarme a mi nueva vida sin drogas. Aunque, lo que ellos no sabían, es que no tenía ninguna intención de mantenerme sobrio.

Es más, lo primero que hice fue tragarme las pelotas e ir a la bajera. Dios, tenia tantas ganas de un maldito chute que se me hacía la boca agua.

Probablemente mis amigos hubiesen estado esperándome; cuando entré sólo escuché gritos de entusiasmo y vi brazos abalanzándose sobre mí en cuanto crucé el umbral de la puerta de aluminio. No me acordé de Dan hasta que le vi acercarse desde el fondo de la habitación con una sonrisa orgullosa hacia mí. Le miré algo intimidado, aunque en seguida me puso un brazo sobre los hombros y me abrazó entre carcajadas. Se apartó y me miró con brillo en los ojos, para después darme un golpe pequeño en la mejilla.

—Bienvenido, capullo.

—¿Qué tal la experiencia? —me preguntó uno de ellos una vez me sentaron en el sofá, abriéndose una cerveza sobre el regazo.

Le resté importancia con un gesto con la mano.

—Bien, bien. No quiero hablar de ello. ¿Tenéis algo para darme?

La sala se quedó callada durante unos segundos.

—Tío, acabas de salir de rehabilitación.

Paseé la mirada entre los presentes, y todos me miraban serios y con miradas sombrías. Un momento más tarde, la sala rompió en carcajadas y aplausos hacia la broma que había estado colgando del aire durante no más de veinte segundos. No era la primera vez que uno de nosotros tenía que ingresar en rehabilitación, siempre nos lo habíamos pasado por el forro de los cojones. Conmigo no iba a ser menos sólo porque era tres años más joven que la mayoría de ellos. No iban a empezar a ser personas decentes justo ese día.

Dan me dio un empujón en el hombro.

—Ese es mi chico.

Mis psicólogos sabían que les estaba ocultando algo, y algo gordo. Pero jamás se enteraron de qué. Prefería mil veces tener que soñar con ello regularmente, que tener que decir las palabras en voz alta.

Jane estaba a punto de entrar en el garaje cuando estaba pisando la calle para irme a casa. Ella se quedó parada de golpe, mirándome con los ojos como platos y las palabras colgando de sus labios. Yo le di un repaso rápido, e hice ademán de marcharme pretendiendo de la peor manera que no la había visto.

La escuché suspirar a mis espaldas.

—¡Hey! —gritó, y me sujetó del brazo para obligarme a darme la vuelta.

—¿Qué?

Me miró perpleja durante unos segundos con las cejas alzadas y se cruzó de brazos.

—“¿Qué?” ¿Eres gilipollas?

Me quedé callado esperando a que siguiera con sus gritos y con lo que tuviera que decirme, aunque pareció que estaba esperando una respuesta de mi parte a su pregunta tan obviamente retórica.

—No… —comencé a decir.

—¿Qué tengo que hacer, a parte de salvarte la puta vida, para que me dirijas la palabra?

Puse los ojos en blanco y suspiré, pasándome los dedos por la cara.

—Jane…

—Estoy cansada de tus excusas. Vamos a hablar.

Gruñí transformándolo en una risa mientras negaba con la cabeza.

—No hay nada—

Cuando alcé la mirada para enfrentarme a ella, me miraba con el ceño fruncido y con algo de curiosidad hacia mí. Y ligeramente ruborizada.

—Sí, vamos a hablar. Quieras o no. Capullo. Mañana estoy en tu casa.

—No voy a estar en casa mañana —dije, aunque ella ya estaba entrando en el garaje, sin darme la oportunidad de inventarme una forma de escaquearme.

—Sé dónde encontrarte. Capullo —replicó, y desapareció sin dirigirme una última mirada.

Primero quise huir y asegurarme de estar bien lejos de casa todo el día siguiente para no tener que enfrentarme a ella, pero el pensamiento de que estuviera siquiera cerca de mi padre me mantuvo despierto durante buena parte de la noche.

Maldita sea. No podía permitir que viniese aquí sola y se encontrara con mi padre, posiblemente borracho de nuevo. De ninguna manera.

Eso hizo que estuviera de mal humor durante el resto de mi sábado. Pero no apareció en todo el día. Ni siquiera el domingo. Tuve la necesidad de llamarle pidiéndole explicaciones, aunque decidí que lo mejor era no darle importancia y cruzar los dedos deseando que se le hubiese olvidado.

El lunes pasé del instituto una vez más porque había quedado con mis amigos en la bajera para jugar una partida importante del póker, donde nos jugábamos las ganancias de la semana, mientras que, desde luego, nos drogábamos hasta que se nos hacía demasiado tarde. Ni siquiera lo pensé dos veces. No pensé en que tal vez no sería buena idea volver a empezar a saltarme clases después de los problemas en los que me había metido. Pero en lo único en lo que podía pensar en que era una pena no poder vender mis nuevas pastillas prescritas para mi depresión porque nadie estaría interesado en ellas.

No debí sorprenderme cuando llegué a casa y sólo encontré la luz de la televisión de la cocina resplandeciendo en las paredes del pasillo, con su sonido blanco en el fondo como un espectro. El pasillo a oscuras con el ruido neutral de la televisión siempre conseguía ponerme los pelos de punta, independientemente de lo puesto de éxtasis que estuviera. Significaba que mi padre llevaba bebiendo lo suficiente como para no darse cuenta de que había oscurecido para encender la luz. Y que, por lo tanto, estaba borracho. Con pasos dobles e inseguros por las sustancias, traté de subir en silencio a mi habitación y ahorrarme cualquier discusión que seguramente saliera de aquello, pero la puerta nunca había sido mi amiga, y me traicionó una vez más con sus quejidos. O tal vez fui yo con mis movimientos torpes que hicieron dar un portazo difícil de ignorar.

—Ethan.

En cuanto escuché su voz a mi espalda desde la cocina en el momento que puse un pie en las escaleras, apreté el puño y los dientes. El éxtasis tendía a hacerme violento, pero probablemente la droga no hubiese sido un incentivo para que aquello me cabreara; no entendía cómo no podía tratar de evitar los conflictos tal y como hacía yo.

Fui con el ceño fruncido hasta donde estaba mi padre, sentado en la silla con el botellín de cerveza enfrente suya y un cigarro encendido en el cenicero.

—¿Por qué cojones no vas a clase?

Me quedé parado en mis movimientos algo sorprendido y solté un resoplido.

—¿Qué?

—No te hagas el estúpido conmigo, Ethan —dijo, conforme trataba de levantarse de la silla sin que se notara demasiado que estaba más bebido de lo que pretendía—. Sabes bien de lo que te estoy hablando.

—No me ralles. No he ido a clase hoy porque no me ha dado la gana.

Dio un golpe fuerte en la mesa con el puño cerrado de pronto, haciendo estremecerme ligeramente, aunque traté que no notara el cambio en mi semblante.

—¡No me hables así!

Puse los ojos en blanco y me acerqué al armario a coger un vaso de agua, aunque ni yo pude silenciar el terror que me suponía darle la espalda durante tan sólo unos segundos, y se notó mi prisa en mis pasos.

Como mis pronósticos me habían diagnosticado, sólo rocé la madera con los dedos antes de sentir el brazo fuerte de mi padre darme un empujón en el pecho para notar sus dedos de nuevo en mi garganta presionándome contra la pared. La luz tenue del salón se mezcló durante escasos instantes con la blanca de la cocina y el sonido de los golpes se esparció por mi piel como un destello, que desapareció tal y como vino cuando los ojos de mi padre se pusieron sobre los míos casi fuera de sus órbitas. Me observó durante unos segundos, y con dificultades tragué saliva mientras trataba de mantenerme sobre mis puntillas para no ahogarme.

—¿Te has drogado? —dijo, y pude oler el alcohol y el tabaco de su boca.

—No —respondí sin dudar.

Apretó los dientes y apartó la mirada durante unos segundos para morderse el puño y tratar de controlar su ira, aunque cuando me devolvió la mirada de nuevo, sus ojos estaban en llamas. Pareció que su pequeña escena no había servido de nada, porque me sujetó de la nuca y me lanzó contra el suelo.

—¡No me mientas!

Esta vez no me quedé tumbado en el suelo esperando que me callara con patadas y puñetazos. Estaba tan harto de que la situación se repitiera una y otra vez que me picaban las manos y las piernas conforme me incorporaba con la mandíbula tensa. Mi padre no parecía tener la intención de seguir con su rutina; me daba la espalda paseando por la cocina con las manos sobre el rostro tratando de calmarse. Apreté el puño y con tan sólo dos pasos conseguí alcanzarle para darle un puñetazo en la mejilla.

Me sacudí la mano con una mueca de dolor conforme mi padre intentaba entender la situación. Le miraba mientras recobraba mi aliento, se tapaba la cara con una mano y giraba la cabeza poco a poco para mirarme con confusión en su mirada. Tardó dos segundos más, y con un gruñido, me devolvió el puñetazo y me partió el labio con un golpe más suave del que estaba acostumbrado. Di un paso atrás y la mesa evitó que me cayera nuevamente en el suelo, porque a pesar de que mi padre estaba intentando ser compasivo conmigo, seguía siendo mucho más fuerte que yo. Tiré el cenicero y su botellín de cerveza con mi cuerpo y ambos se rompieron contra el suelo.

—¿Qué crees que haces? —dijo, sorprendentemente, con calma.

Me miraba cómo me recostaba sobre la mesa y me sacudía la ceniza de la camiseta. Le miré con desafío y bajé de un salto.

—Me voy.

Cuando subí las escaleras con el resoplido de mi padre a mis espaldas, sentí la sangre bajarme por la barbilla. Simplemente me pasé el reverso de la mano conforme trataba de salir de ahí lo antes posible. Metí lo necesario en una mochila y no me di cuenta de que tenía la camiseta manchada de sangre hasta que apagué la luz de mi habitación. Escuchaba a mi padre en el pie de las escaleras gritándome y amenazando con que si ponía un pie fuera no me molestara en volver y otros grandes clichés en los que no se cansaba de sumergirme una y otra vez. A mí me importaba poco y seguía moviéndome con prisa por la habitación, también como un gran cliché.

Bajé las escaleras y al acercarme a la puerta pude sentir las manos de mi padre de nuevo agarrarme de la nuca y apretarme con fuerza contra la pared una vez más.

—Te juro por Dios que voy a cambiar la cerradura —murmuró apoyando casi su frente en la mía con el ceño fruncido.

Le empujé con los brazos e hice mi camino para agarrar el pomo sin apartar la mirada de la suya.

—Haz lo que te dé la puta gana.

Cuando abrí la puerta para pirarme lo antes posible de ahí, casi me tropiezo de lleno con ella. Dio un paso hacia atrás algo asustada y yo me quedé paralizado, con su mirada como siempre ruborizada sobre mí.

Mi estado de shock duró unos escasos segundos. No le dirigí la palabra, simplemente le sujeté del codo más brusco de lo que pretendí y la arrastré lo más rápido que pude de ahí.

—Ethan, qué coj—

—Cállate y camina.

Jane quedó tan sorprendida por mi tono de voz comandante que me obedeció sin rechistar, probablemente confusa acerca de mi aspecto, del cual no me estaba preocupando demasiado en esos precisos instantes. Lo único que quería era alejarla lo más posible de mi casa.

No hablamos en el camino hasta el parque en el que solíamos frecuentar hacía ya un par de años. En cuanto me vi fuera del área de mi casa y mis piernas dejaron de sentir la prisa en lo gemelos, comencé a ponerme nervioso. Probablemente porque tuviera los dedos de mi padre todavía rojas sobre mi cuello, y podía saborear la sangre reseca en el labio.

Fue la primera en hablar, pero la interrumpí antes de que pudiera pronunciar nada.

—¿Qué querías?

Cerró la boca y suspiró sin apartar la mirada. Frunció los labios.

—Te dije que íbamos a hablar.

—Eso fue hace dos semanas.

Ahora sí, apartó la mirada sin dejar de fruncir los labios y empezó a jugar nerviosa con sus dedos.

—He estado posponiendo venir a tu casa.

Me crucé de brazos y observé con el semblante serio cómo evitaba a toda costa mi mirada, mucho más intimidada y tímida que la última vez que la vi dirigirse hacia mí, casi con enfado. Esta vez apenas se atrevía a mirarme, y podía ver cómo le brillaban los ojos en la luz de las farolas a mi espalda.

Al ver que se había quedado atascada en sus palabras, decidí seguir hablando.

—¿Crees que es buena idea ir a casa de alguien a la una de la madrugada?

Entonces fue cuando me miró.

—Sé cómo entrar en tu casa sin que se entere tu padre. Ya lo he hecho antes, me dijo Dan cómo.

Alcé las cejas.

No era eso exactamente lo que me preocupaba. Si mi padre estaba dormido, no había guerras nucleares que le despertasen si se diera el caso. Era el hecho de que Jane había estado hablándole a Dan sobre mí, o tal vez al revés. De alguna manera, eso hacía que un escalofrío poco agradable me recorriera la espalda.

—Creo que deberíamos sentarnos —dijo, por primera vez con voz firme, como si hubiese conseguido recomponerse.

No me dio tiempo a replicar, me sujetó de la mano y me arrastró al banco más cercano, metido entre los árboles del parque y con la luz de la farola molestándole en los ojos, por mucho que ella lo estuviera ocultando. Me soltó en cuanto me senté a su lado y se apartó un mechón de pelo de delante de los ojos algo nerviosa.

—¿Sabes que me resulta muy difícil hablar de ti? —dijo mirándome a los ojos.

Fruncí el ceño y fui a responder que no sabía qué quería decir con aquello, pero me interrumpió alzando algo la voz para impedirme hablar.

—Siempre que intento hablar de ti, Dan me cambia de tema. Cree que no me doy cuenta, pero lleva haciéndolo ya un año, y cada vez va a peor. Todavía no sé nada de ti. Sé que vives solo con tu padre. Y nada más.

—No entiendo qué más quieres—

—Déjame terminar —dijo cortante.

Cerré la boca algo contraído y sorprendido por su cambio de actitud repentino.

—Con Ellen es incluso peor. Dan aunque sea disimula que no quiere hablar de ti, pero Ellen… se pone agresiva y te insulta la mayoría de las veces. Eres como un tabú. Lo único que sé es que tu madre se fue de tu casa hace ya dos años, antes de que te conociera. Me lo contó Ellen cuando todavía no estaban tan enfadada contigo. No has dejado de resultarme interesante, he intentado muchas veces que me dejaras entrar y que podamos ser amigos como al principio. Nunca entendí por qué primero te acercaste a mí tan amable cuando llegué… y luego dejaste de hablarme de un día para otro. Sin ninguna explicación.

Había apartado la mirada de encima suya hacía ya un tiempo cuando comenzó a hablar de aquello.

Siguió hablando después de suspirar.

—Tengo una sospecha desde hace algunos meses —dijo despacio y mirando su regazo—. No me gusta, no me gusta pensar en ello, no me quiero creer que sea esto lo que te esté pasando, espero que esté equivocada. Pero ya no puedo seguir preguntándomelo, necesito saber qué está pasando, Ethan, porque estoy preocupada.

Traté de ignorar que mi corazón dio un pequeño brinco en mi pecho y sólo aumenté mi cara serena y fruncí un poco el ceño, incluso.

—¿Cómo es tu relación con tu padre? —soltó de la nada.

Me encogí de hombros y me crucé de brazos, como era mi usual reacción cuando me hacían esa pregunta, que era más frecuentemente de lo que desearía.

—Normal, no lo sé.

Suspiró mirándome y dejó caer los hombros.

—Ethan, hay muchas cosas que estoy viendo que sólo reafirman mi sospecha y cada vez estoy más asustada.

—¿El qué? —dije algo a la defensiva.

—Para empezar, la manera en la que has contestado a la pregunta. Para seguir, todo esto —dijo, señalándome con aspavientos, probablemente refiriéndose a mis heridas—. Lo peor es que no es la primera vez que te veo así. Suelen ser los lunes, que llegas a clase tarde con alguna herida o moretón nuevo. A todo el mundo le importa una mierda porque ahora vas con los mayores y te metes en peleas y todo eso. Yo no me lo creo.

Solté un resoplido y me incorporé en el banco para romper el contacto visual con ella, increíblemente incómodo.

—Jane, te recomiendo que no te metas en temas que no son tus putos asuntos —dije sin embargo, porque aunque en el interior estuviera nervioso e inquieto, por el exterior estaba cabreándome.

Se cruzó de brazos.

—Me importa tres cojones que me odies, Ethan, pero me importas más de lo que me gustaría. ¿Cómo se supone que tengo que dejarte en paz después de encontrarte inconsciente en tu casa a punto de morir, con todas las pastillas por el suelo y más cosas que desearía no haber visto?

—Tal vez deberías haberme dejado ahí —respondí con voz rasposa.

No me lo vi venir; segundos más tarde Jane me cruzó la cara con la palma de su mano con el aliento agitado. Me acaricié el labio inferior con los dientes y cerré los ojos para tratar de calmarme y que el enfado se quedara en mis antebrazos antes de que bajara a mis puños. Despacio volví a mirarla. Había apartado la mirada y se había cruzado de brazos, todavía con el pecho subiendo y bajando con irregularidad.

—¿Vas a pegarme ahora?

—Lo siento. No es justo lo que estás haciendo. Estoy intentando ayudarte y me da absolutamente igual que no quieras mi ayuda. Necesito que estés bien y saber que estás a salvo.

Quería levantarme y pirarme de ahí mucho antes de lo que lo hice, pero cuando solté el último resoplido al levantarme y hacer ademán de marcharme, la escuché gritar como si ya se había visto venir que iba a intentar huir.

—Ethan, siéntate si no quieres que llame a la policía.

Me quedé paralizado en mis movimientos cuando pronunció las palabras. Apreté los puños. Estaba usando faroles y estaba decorando sus palabras con su inseguridad, pretendiendo que sólo estaba poniendo sus cartas sobre la mesa para ver cuál era su resultado. Debí habérmelo visto venir cuando empezó su discurso amable lleno de acusaciones. Ella lo tenía claro, podía escuchar el miedo bajo su voz cuando hablaba, y sus manos temblaban cuando se sujetaba a su chaqueta de lana. Quería escucharme confesar. Quería hacerme hablar. Pero no le hacía falta que lo hiciera para hacerle cambiar de opinión.

En cuanto me senté, se apartó la lágrima que corría por su mejilla.

—Lo siento. No debería haberte amenazado con eso, perdóname. Es sólo que… —tuvo que hacer una pausa para ahogarse un sollozo en la manga de su chaqueta color mostaza—, tengo muchísimo miedo. Tengo muchísimo miedo de que te pase algo y que esta vez no sobrevivas. Me odiaría muchísimo si dejara que todo esto pasara sin que yo hiciera algo para impedirlo, o por lo menos intentarlo.

Volvió a hacer una pausa para mirar su regazo, dándose por vencida de tratar de parar las lágrimas. No sabía qué responder, y temía de que si tratara de hablar, yo también acabaría en sollozos al sentir el nudo en la garganta apretarme cada vez más.

—Mierda —murmuró, sacando un pañuelo de su bolsillo—. Lo siento.

—Lo sabes —dije simplemente.

Alzó la mirada y me miró a los ojos cuando lo dije. Después, asintió despacio.

—Sí —respondió con la voz rota.

Aparté la mirada y apreté mi palma de la mano con el pulgar. Tuve que tragar saliva.

Odiaba verla llorar, y era la primera vez que lo hacía sin que pudiera darme la vuelta y pretender que no lo estaba viendo. Intentaba no fijarme, centrarme en mis manos sobre mis rodillas con los labios fruncidos. Mirarle a la cara directamente hacía que mi corazón diera un vuelco doloroso en el pecho, porque no lo podía soportar. Y sobre todo no podía soportar que estuviera llorando por mi culpa.

—Escúchame Ethan. Sé que no te gusto y no es mi intención decirte lo que tienes que hacer. Si has estado aguantando esto durante tanto tiempo es porque tienes tus razones y no soy nadie para entrometerme en algo tan delicado.

Se había calmado un poco, aunque su voz seguía estando temblorosa y se sorbía la nariz regularmente.

Con esas palabras me relajé casi al instante.

Durante los años vivía con el constante miedo de que lo primero que dijeran al darse cuenta era que tenía que denunciarlo, o contarlo, o cualquiera de las putas variantes con las que siempre me choco en las historias que oigo. Sabía que Ellen no iba a ser una de ellas, y sabía que Dan tampoco sería una de ellas. Pero de cualquier persona que se cruzaba en mi camino que podría tener una ligera sospecha, eran las primeras palabras que se formaban en su boca en mi imaginación. Una gran cara de preocupación, y luego el teléfono en la mano listo para condenar a mi familia. Jane era una de ellas. Y el alivio que sentí cuando dijo aquello me hizo llevarme las manos a la cara y temblar de frío. Porque me gustaba incluso ahora, cuando me di cuenta de que iba a estar cubriéndome cuando no me lo merecía de ninguna manera. Pero a diferencia de los pasados dos años, ya no me incomodaba admitirlo, ni mirarle a los ojos brillantes y las mejillas mojadas.

—Quiero que sepas que vivo a dos calles de tu casa. Por favor, ven cuando quieras y cómo quieras, no me importa que sean las cuatro de la madrugada. Quiero que cuentes conmigo para todo lo que necesites.

Sabía exactamente por qué; me hizo sonreír ligeramente justo cuando comenzaba a notar una lágrima caer por mi cara. Porque por fin podía empezar a corresponderla tal y como se merecía.

—¿Podemos ir ahora mismo? —dije mirándola.

Con las mejillas sonrojadas y la nariz roja de llorar, esbozó la sonrisa más bonita que había le visto esbozar nunca, y eso que siempre gustaba fijarme en ella cuando sonreía. No dijo nada, sólo asintió con mucho entusiasmo y se levantó de un brinco al verme levantarme despacio.

Me cogió de la mano mientras caminábamos hacia su casa.

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