ethan - iv [06 abril 2007]
- fxck0pinions
- 3 nov 2019
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Actualizado: 4 nov 2019
El primero de abril Dan no asistió a clase. O, por lo menos, no estaba fuera del instituto esperando a que apareciera para acompañarme como había sido nuestra rutina hasta ahora.
Fue el segundo día en el que Dan dejó de aparecer que mi padre aprovechó para convertirme de nuevo en su saco de boxeo personal. Le bastó para ver que ya habían pasado dos días seguidos, refugiándose en el fin de semana para esperar a que mis heridas se curasen. Supe de esta manera que realmente no lo hacía por motivos medianamente justificados. Lo hacía porque encontraba un pasatiempo en ello, porque quería y le gustaba hacerlo.
Pero Dan no volvió ese lunes siguiente. Ni el martes. Y cuando llegó el viernes sin ninguna noticia de su parte, ya lo daba por perdido.
Mi padre no se acordó de mi cumpleaños, pero tampoco esperé que lo hiciera. No quise darle importancia, no quería culparle por no acordarse. Quería convencerme a mí mismo de que cumplir trece años no era para tanto ni tan importante como parecía que lo era para todo el resto de chicos de mi edad. Pero muy en el fondo no podía ignorar el nudo en la garganta que se formó en cuanto crucé el umbral de la puerta como un día normal por mucho que quisiese. Y estaba tan disgustado que en vez de volver a clase después del primer recreo, cogí mis cosas y me marché solo hasta el parque en el que pasaba mis fines de semana con Ellen.
Fue el primer día en el que cogí inconscientemente la tabla de skate, como si mi cuerpo de alguna forma sabía que lo iba a necesitar. Pasé horas y horas en el parque antes de que apareciera Ellen, en una hora en la que supuse que ya habría salido del instituto.
Se sentó al lado mía en la rampa con las manos a su lado y sin mirarme directamente. Yo miraba al frente con la mandíbula algo tensa.
—Me has dejado sola con Jane hoy.
Suspiré y puse los ojos en blanco. Me puso su mano encima de la mía.
—Ha preguntado por ti.
La miré y me estaba sonriendo. Un cosquilleo agradable subió de mi estómago a los hombros, y sonreí un poco cuando ella intentaba no reírse de la emoción. Aparté la mirada todavía sonriendo y miré mi regazo. Me empujó suavemente con el hombro.
—Te he traído una cosa.
Miré con curiosidad cómo enredaba en su mochila verde militar vieja. Sacó un pequeño paquete cuadrado y plano y me lo tendió. Le dirigí nuevamente la mirada sorprendido, y me interrumpió cuando quise preguntarle:
—Felicidades.
—Ellen, por qué—
—Sé que el cabrón de tu padre no te ha dicho ni buenos días esta mañana.
Bajé la mirada y me mordí el labio.
Mis padres nunca habían sido de regalos. El año pasado mi madre me preparó el desayuno y me regaló el skate que todavía usaba a día de hoy, pero eso fue todo, y el primer año. Siempre habían sido cosas sin importancia, por lo que no relacionaba el concepto de cumpleaños con regalos.
—No deberías haber—
—¿Quieres callarte y abrirlo?
Le sonreí y rasgué el papel plateado meticulosamente cerrado con celo. Debajo del papel brillante estaba el primer disco de lo que más tarde se convertiría en mi colección de álbumes: Hybrid Theory, el primero de Linkin Park.
—Tienes un reproductor, ¿verdad?
Acaricié el borde del plástico y asentí.
—No sé qué clase de música te gusta, pero este es todavía el mejor disco del grupo así que… tómatelo como una recomendación.
Me acerqué y le di un abrazo que ya se veía venir cuando noté cómo me recibió con los brazos abiertos.
—Gracias, Ellen.
—No seas imbécil.
Nos reímos y ella de nuevo me sonrió como si fuera su mayor tesoro. Y yo se la devolví.
Pasamos el resto de la tarde tratando de perfeccionar nuestros trucos. Ella era mil veces mejor que yo con el skate de lo que a esa edad me gustaría admitir, pero era la verdad. Pero en esos momentos aquello no estaba en el orden del día, no nos importaba quién era mejor que el otro en secreto. El objetivo era pasarlo bien y aprender el uno del otro.
El sol ya comenzaba a ponerse, y en cuanto nos volvimos a sentar en la cima de la rampa más alta, sacó una caja de galletas y merendamos en silencio.
—¿Dónde está Dan? —preguntó sin atreverse a mirarme a los ojos.
La miré algo sorprendido. Era la primera vez que la escuché empequeñecer la voz de esa forma, como si realmente le incomodara hacerme esa pregunta. También era la primera vez que le escuchaba hablarme de él.
De todas formas no le di importancia, bajé la mirada y me encogí de hombros.
—No lo sé.
—No crees que desaparecería de la nada, ¿no?
Subí la mirada y fruncí el ceño mirando a la nada, negando la cabeza.
—No lo conozco de esa manera, Ellen.
Eso era lo que más me sorprendía de todo. Hacía tan sólo una semana había empezado a acercarse de manera más cercana a mí y a mis amigas. No necesitaba saber la razón por la que había tenido una curiosidad especial en mis amigas, porque lo que a mí me gustaba era simplemente tenerle cerca. Pero tan sólo tres días más tarde ya no había rastro de él.
Nunca supe con precisión a dónde fue ni por qué se fue. Siempre fue ambiguo y vago con los detalles, restándole importancia y siempre cambiando de tema. Pero yo no podía quitarme ese mes que estuvo desaparecido de mi mente, ni de mi cuerpo.
Recuerdo todavía el momento que, por primera vez en todo lo que llevaba viviendo entre esas cuatro paredes que me mantenían cautivo, intenté defenderme. Creo que había pasado ya un mes desde que Dan decidió desaparecer de la faz de la tierra, y mi padre estaba aprovechando las vacaciones de semana santa y cada oportunidad que encontraba para asegurarse de dejarme claro que aquello no iba a parar pronto, pero no de una forma física. Así es como aprendí a que prefería mil veces que me apalearan hasta quedarme dormido, a tener que escuchar una y otra vez su menosprecio hacia mí, tan solo con palabras.
No sé exactamente por qué, pero aquel día estaba de mal humor. Normalmente solía ser un chico tranquilo y que a pesar de las circunstancias no se enfadaba con facilidad. Pero ese día lo estaba, por alguna razón.
Mi padre estaba sentado en la mesa con el periódico y una cerveza, a pesar de ser tan solo las diez de la puta mañana. Ignoré su presencia y me acerqué al grifo por un vaso de agua y tal vez coger algo de comer antes de marcharme de nuevo al parque de skate para tratar de evadirlo durante el resto del día.
—¿Qué te has hecho en la mano?
Llegué a un punto de mi vida en el que me acostumbré a que el dolor fuera quien me meciese para quedarme dormido. Durante las últimas semanas me había arrastrado hasta la cama con una herida diferente, ya fuera vieja, ya fuera una que estaba sanando, o cualquiera de las variantes. Pero siempre era lo último en lo que pensaba antes de resbalarme dentro del sueño. Bajo las sábanas, sentía la herida de la costilla quemarme la camiseta y tiñendo mis sueños, o el moretón de la clavícula latir rozando con la tela de la almohada. Y la primera vez que mi padre me dio una tregua, no conseguí dormir. No tenía nada en el cuerpo que sanar, no sentía el dolor arroparme tan amargamente.
Poco a poco me hice adicto a las heridas y a las agujas bajo la piel, sin todavía aprender a controlar mis ataques de pánico que me hacían gritar por encima de la música. Por primera vez, conseguí volver a dormirme con el dolor de una herida que no me había provocado mi padre, pero eso sí; de espaldas al agujero que había creado con mi puño en la puerta de mi armario.
Me mordí el labio y cerré el puño inconscientemente. Me acaricié la venda en la palma de la mano con los dedos y me clavé las uñas de la rabia.
—¿Te importa? —pregunté todavía dándole la espalda.
—No quiero que vayas haciéndote daño.
Cerré los ojos y no pude evitar soltar un resoplido por lo bajo, justo antes de dar el último trago de agua.
Tuve que haber cerrado la boca y haberme marchado de ahí sin querer avivar el fuego. Pero no, ese día había decidido que quería guerra. Casi literalmente. Pasé por su lado para dirigirme a la puerta.
—Ya, claro.
Ni quiera lo murmuré. Pasé por su lado rodeando la mesa, le miré a los ojos con desafío y lo dije bien alto. Y todavía mirándole, sujeté su caja de tabaco y saqué un cigarrillo con su mirada atenta sobre mí, agarrando el periódico con cada vez más fuerza.
No sé exactamente por qué hice eso, supongo que había decidido ponerme chulo justo en esos momentos y esa era mi forma de demostrárselo. Pero, naturalmente, no era lo suficientemente fuerte. Fue en cuestión de segundos que me sujetó el cuello con su antebrazo contra la pared, y tardó menos de un parpadeo en tener su cara a milímetros de la mía. Casi podía ver en sus ojos cómo disfrutaba al ver el pánico oscurecer mis ojos mirando dentro de los suyos. Qué voy a decir, tal vez aquella vez lo merecía. Tuve que sujetarme a su brazo cuando sentí el aire abandonar mis pulmones y no encontrar la forma de entrada de nuevo, circulando alrededor de nuestras cabezas desesperadamente buscando la forma de entrar, el color poco a poco retirarse de mis mejillas, y lo único que podía hacer era tratar de clavar mis uñas en su brazo. Me lanzó al suelo con fuerza al ver que casi perdía el conocimiento, y tosí con fuerza después de incorporarme como rebote del golpe en el suelo de madera, inconscientemente llevándome una mano a la garganta.
Dio un par de pasos hacia mí con fuerza y se puso de cuclillas a mi altura para hacerme mirarle a los ojos agarrándome del pelo.
—¿Qué has dicho? —murmuró con la cara roja de enfado.
Pero yo no había aprendido la lección. Así que sin cambiar mi semblante enfadado y con las manos apoyadas en el suelo, le escupí en la cara.
—No te importa una mierda —dije conforme se pasaba el puño por las mejillas.
Conseguí cabrearle más, pero mi intención no era luchar contra él. Me sujetó de la nuca con más fuerza y me empujó la cabeza contra el suelo. Ni siquiera me quejé del dolor al principio. Me levantó del suelo para lanzarme de nuevo contra la pared y darme una patada en el estómago, y luego otra.
—¡¿Que no me importa?! —chillaba con la cara más roja que nunca y la sangre de mi nariz cayéndole de los nudillos, mientras ponía una rodilla en mi pecho para asegurarse que no me moviera.
Llegaba un punto en el que sentía la cabeza sobre mis hombros como un pedazo de corcho, ligero contra el suelo que soportaba cada golpe sin rasguños. El dolor comenzaba a bajar por mis costillas con tanta rapidez que poco a poco iba desapareciendo. Ya no escuchaba sus gritos, que se convirtieron en murmullos cuando hasta él se daba cuenta de que estaba perdiendo la conciencia. No temí por mi vida, miraba con los ojos entrecerrados el armario en el fondo del pasillo desde el suelo, la imagen zarandeándose junto con las sacudidas que me daba mi padre.
Pensé que aquello podría ser la última cosa que viera nunca. Aquel armario solitario, algo oscurecido por la poca luz del pasillo, sin un triste adorno que diera algo de vida a la casa, simplemente una pila de cartas sin abrir y multitud de botellines de cerveza que manchaban el suelo con su goteo incesante. No es que estuviera conforme con que aquello fuera la última cosa que viera, pero tampoco me molestaba. La luz era cada vez más opaca, sentía mi cara mojada por la sangre y las lágrimas, un hilo de saliva y sangre bajaba por mis labios entreabiertos que sabía que iba a ser un problema de limpiar.
Me imaginé cómo conseguiría mi padre salir de aquel aprieto, qué haría conmigo si realmente no conseguía salir de aquella. ¿Cavaría un agujero en el patio trasero? ¿Compraría un congelador lo suficientemente grande? ¿O, simplemente, me dejaría ahí tirado en el suelo hasta que los vecinos llamasen a la policía? ¿Se dejaría coger? Tal vez se entregaría él mismo. Tal vez se suicidaría después de haber matado a su hijo único con sus puños codiciosos. En la última patada en los pulmones sin fuerza y con su respiración entrecortada y cansada, sentí cómo el aire se quedaba atascado en mi garganta. Las imágenes de una pala cavando en la tierra dentro de la oscuridad de la noche, una luz blanca en un fondo negro, y el armario gris; todo se volvió negro cuando decidió ponerme fin de una vez por todas.
Por desgracia no me mató ese día. No sé cuánto rato estuve inconsciente, pero cuando abrí los ojos de nuevo, el armario estaba más oscuro que antes; ni siquiera podía ver los botones de los cajones. La casa estaba fría y horripilantemente silenciosa. Ni siquiera oía el tic tac del reloj de la cocina. Cuando quise verificar que no me había quedado sordo, escuché mi propia voz entre mis costillas cuando sentí todas mis heridas acuchillarme la piel a la vez. Aquella era la peor parte. No era la primera vez que había estado inconsciente durante horas por sus golpes. El despertar de nuevo era lo que te hacía desear que ojalá te hubiese matado.
No podía ni contraer los músculos de la cara del dolor. Me incorporé como pude del suelo, y por suerte la mayor parte se concentraba en mis costillas y estómago, por lo que pude caminar hasta el baño. Estaba asustado de mirarme en el espejo, pero dejé escapar un suspiro de alivio al ver que no estaba tan mal. Claro que mi cara estaba un poco hinchada, y tenía un par de cortes en la ceja y los labios, pero por lo menos no tenía la nariz rota. Con cuidado limpié la sangre ya seca debajo de la nariz y el chorro que bajaba de la ceja hasta el cuello de mi camiseta. Tuve que aprender a curarme las heridas solo. Con un poco de agua oxigenada que escocía como una hija de puta sobre un bastoncillo era suficiente para que dejase de sangrar, y sabía que los moretones de mis mejillas y mi cuello no aparecerían hasta dentro de un par de horas. Así que después de media hora pasando con cuidado un trapo que tuve que tirar por mis heridas en las costillas, retomé lo que estaba haciendo antes de la paliza.
Fui hasta mi habitación y me agaché en el suelo para levantar una tabla de madera. Saqué un poco de dinero que guardaba para que mi padre no me robara y una pequeña libreta. Bajé las escaleras rápidamente y comencé a sentir la prisa en mis tobillos. No quería que mi padre llegase y que yo todavía estuviese en casa.
Sólo tenía dos números de teléfono apuntados en la libreta; el de Ellen y el de Dan. Me senté en la silla al lado del teléfono fijo y tecleé uno de los dos números esperanzado, como había hecho la primera semana todas las madrugadas. Hacían cuatro semanas que no le llamaba, por lo que tenía un poco más de esperanza que esa vez me cogiese. Pero no fue así. Así que rápidamente llamé a Ellen y le dije que quedara conmigo en el parque en media hora.
Tuve que esperarla un rato a pesar de que a mí me costaba casi un cuarto de hora llegar hasta ahí. De todas formas estaba demasiado cabreado como para esperarla sentado.
Una de las cosas que más miedo me daban, más que morir apaleado por mi propio padre, era tener un ataque de pánico en mitad de la calle. Nunca me había pasado, y por eso supe que era justo eso lo que me estaba pasando cuando, de pronto, bajando una de las rampas lo más rápido que podía, todo el aire en el mundo se desvaneció de mi alrededor.
Primero pensé que era por el ejercicio, pero una vez me senté en un banco para tratar de regular mi respiración, sólo noté que estaba empeorando. No era la misma sensación que cuando alguien sujeta con tanta fuerza tu garganta que empiezas a ver puntos blancos en las retinas. Aquello era mil veces peor. Por todos los esfuerzos que estaba haciendo por inspirar todo el aire que podía, parecía que el oxígeno había desaparecido de las partículas de aire que estaban colgando sobre mi cabeza, como si alguien estuviese soplando con tanta fuerza en mi garganta que no había espacio para que yo pudiese coger una bocanada de aire fresco y libre, como si las personas me estuviesen robando el oxígeno, excepto que estaba ahí solo, en la luz de la tarde oscureciendo. Y el poco oxígeno que conseguía atravesar la espesa barrera de mi garganta, me quemaba los pulmones como cerillas apagándose contra mi piel. El mareo era incluso peor, ya no sabía si estaba sentado, tumbado boca abajo o tirado en el suelo tratando de no ahogarme en mis propios pulmones, sintiendo el escozor del sudor en los ojos.
Escuché a Ellen gritar mi nombre como si estuviera bajo el agua, y supe que estaba sentado con las manos sobre mis ojos y mis codos clavándose en mis rodillas. Trató de incorporarme del banco, pero yo todavía estaba buscando el oxígeno en el aire con desesperación, y mi visión estaba nublada por las lágrimas y el mareo. Ella llamaba mi nombre una y otra vez intentando entender la situación. Intenté pedirle ayuda entre mis sollozos, pero cada vez tenía más miedo y más difícil me resultaba pronunciar las palabras. Hasta que mi cuerpo, no sé si por el cansancio, el embotellamiento de mis emociones en mi garganta o una combinación de todo lo que había pasado ese día, colapsó por completo.
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