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Jess -vi [12 octubre 2010]

El lunes estaba más nerviosa que nunca. No quería admitirlo, pero por primera vez estuve más atenta a lo que escogía para ponerme esa mañana, me dejé el pelo suelto y me apliqué un poco de rímel en las pestañas. Y me sonreí a mí misma nerviosa frente al espejo, colocándome la bandolera al hombro con un suspiro de ánimo.

Incluso hacía buen día, el cielo estaba azul y para ser octubre hacía bastante buena temperatura. El vagón que me llevó a mi escuela estaba vacío y el sol me calentaba la piel de la cara conforme caminaba las calles hasta el edificio. Todo me estaba dando al sensación de que iba a ser un buen día, dándome la confianza en mí misma para pedirle que viniera conmigo un día de estos a una tienda de discos que conocía, y tomar un café a la salida. Había repetido las palabras en mi mente tantas veces que estaban perdiendo significado, cada vez más nerviosa y con los pellejos de mis dedos cada vez más rojos. Estaba incluso empezando a morderme las uñas, cosa que hacía años que no hacía.

Ahí me encontraba, sentada en mi mesa de la primera clase de la mañana, mirando a mis compañeros entrar por la puerta y esperando a que apareciese balanceando su pelo largo y castaño con su sonrisa preciosa al cruzar la puerta y verme.

Pero no apareció la primera hora. Ni tampoco la segunda. Fue después de la tercera clase que la puerta se abrió diez minutos más tarde de que la clase empezara. Llevaba el pelo recogido y el rostro serio, y atravesó la clase haciendo ruido, sin dirigirme la mirada. Se sentó unas filas detrás mía, y cuando quise preguntarle con la mirada qué es lo que había pasado, esquivó mis ojos bajando la cabeza y cruzándose de brazos.

—Señorita Burrell, llega tarde —la profesora interrumpió la clase, bajando la mirada hacia su cuaderno.

—Me he dado cuenta —contestó ella.

La clase quedó en silencio de golpe. No era normal que los alumnos contestaran de esa forma a un profesor. Hasta yo me quedé rígida sin saber cómo reaccionar. La profesora se quitó las gafas y la miró algo contrariada, sopesando la situación y cruzándose de brazos.

—¿Hay alguna razón por la que llegue tarde? —preguntó.

Normalmente los profesores no le daban demasiada importancia a que los alumnos llegasen tarde, lo único que hacían, si se daba el caso, era llamar la atención ligeramente y seguir con la clase. Pero suponía que la profesora quería indagar más al haber interrumpido de tal manera. Yo me estaba poniendo más nerviosa conforme pasaban los segundos en silencio. La miraba por el rabillo del ojo, todavía con los brazos cruzados y la mirada clavada en el suelo.

—No quería venir —respondió.

La profesora de nuevo se quedó en silencio unos segundos más, mirándola con serenidad en la mirada, para ponerse una mano en la cadera y humedecerse los labios.

—Sabe usted de sobra que no está obligada a venir. La responsabilidad de acudir a clase recae en los alumnos.

—¡Genial! —dijo, y se levantó de golpe de la silla arrastrándola por el suelo, y salió de la clase con un portazo.

Me quedé atónita, con el corazón latiéndome violentamente en el pecho y la preocupación uniéndose a la fiesta. Esperé a que terminase la clase para mandarle un mensaje.


Yo: Lena, está todo bien?


No me contestó en toda la mañana, y me pasé la tarde paseando por mi habitación chequeando mi teléfono cada segundo, y esperando a que sonase, o que recibiese una noticia suya de alguna u otra manera.

Estaba muerta de la preocupación, no sabía qué estaba sucediendo o si estaba en posición de preguntarle acerca de aquello. Si era apropiado llamarle y preguntarle qué es lo que pasaba, si era demasiado pronto o si no le importaba que me metiera en sus asuntos. Aunque luego pensaba en cómo había esquivado mi mirada aquella mañana, y colgaba el teléfono rápidamente antes de que pudiese dar tono. Así que esperé al día siguiente dando vueltas en mi cama nerviosa, pensando en cómo le pediría explicaciones al verla de nuevo.

Pero ese martes tampoco apareció, ni el miércoles, ni el jueves. Pasó la semana sin que se asomase incluso por las clases o el edifico, cuando ella siempre estaba merodeando por la biblioteca haciendo sus investigaciones. Pero esa semana, ni siquiera estaba ahí por las tardes, cuando sabía a ciencia cierta que estaba ahí todos los miércoles para sus clases particulares de apoyo de canto.

Las horas pasaron por delante mía conforme la temperatura bajaba todas las tardes, con el móvil entre mis manos y la mirada preocupada en el suelo, pero tiré otra tarde a la basura al no verla aparecer por el lugar. La bombardeaba a mensajes y a llamadas cuando no se dignaba en aparecer por la escuela un día más, una vez me dirigía de vuelta hacia el metro que me llevaba a casa.


Yo: por favor, Lena

Yo: me estás preocupando

Yo: devuélveme las llamadas


Cuando ese mismo viernes todavía no obtuve ninguna respuesta, decidí que iría a verla yo misma. Así que me acerqué a conserjería después de clase y crucé los dedos para que funcionase. Detrás de la mesa había un chico joven centrado en teclear en un ordenador, e hinché el pecho con un suspiro y seguridad.

—Hola, Tyler. Necesito que me mires unos datos, si es posible —pregunté con voz segura.

Me di cuenta cada vez más que probablemente saldría de ahí con las manos vacías, pero esperé a que mi pequeña amistad y nuestros buenos días mutuos ayudasen un poco en mi misión.

El chico me miró por encima de la pantalla de su ordenador dejándome que termine. Me humedecí los labios.

—Necesito la dirección de una alumna. ¿Lena Burrell?

—No puedo darte información de otros alumnos—

—Lo sé, y sé que es a hija de la jefa del departamento de admisiones, pero no tiene nada que ver con eso. Es una buena amiga mía y no ha aparecido por clase en toda la semana y no me contesta los mensajes y me estoy preocupando un poco—

—Un momento, ¿la hija de la jefa de Admisión? La señora O’Conner no tiene hijos —me interrumpió, mirándome con el ceño fruncido.

Me quedé callada al instante, sin saber cómo reaccionar a la información que me acababa de dar y con la palabra colgando de mis labios. Negué con la cabeza y continué hablando como pude.

—Bueno, no sé si es la hija de la de admisión, pero sé que está en la junta—

—No. Ninguno de los hijos de la cabeza directiva estudia en el centro, debes de estar equivocada.

Parpadeé sorprendida, y tartamudeé sin saber realmente qué hacer con aquello. Volví a sacudir la cabeza y le miré al chico insistente.

—¿Puedes por favor decirme dónde vive? Estoy muy preocupada por ella, y más después de lo que me has dicho.

Suspiró.

—De verdad que no puedo, pero me encantaría ayudarte. ¿Cómo has dicho que se llamaba la chica?

—Lena Burrell.

Tecleó algo en el ordenador y miró a su alrededor para asegurarse de que no había nadie en el pasillo.

—Normalmente ni siquiera yo tengo acceso a estos datos, pero la conozco. Vive unas calles más abajo, cerca de The Green Elephant. Pregunta por ahí.

Respiré algo más aliviada.

—Muchísimas gracias.

—Jess, mira. Conozco a Lena, ya estudiaba aquí cuando empecé a trabajar. Tiene problemas, no sé de qué tipo pero los tiene. Ten cuidado, ¿de acuerdo? Y suerte.

Me mordí el labio y asentí pensativa. Luego, alcé la mirada hacia él y le sonreí.

—Muchas gracias de nuevo. Me has ayudado mucho.

Le saludé antes de salir por la puerta principal, quedándome parada en la entrada y mirando a mi alrededor, trazando un recorrido en mi cabeza. Estaba intentando ordenar la información nueva que acababa de recibir, y tratar de darle un sentido a por qué Lena me había mentido.

Suspiré una última vez y caminé adentrándome en las pequeñas calles que rodeaban el edificio antiguo en busca del pequeño pub que sabía que se encontraba a unos quince minutos andando de ahí. Dejé que mis pasos pusieran en orden mis pensamientos, y me sumergí de lleno en cómo era posible que Lena, que tan sólo tenía un año más que yo, llevase ya más años en la escuela que el chico a cargo de la conserjería. Tyler era joven, eso lo sabía, pero no podía serlo tanto, y mis cálculos no llegaban a superar los tres años como mínimo. También sabía que no tenía ningún tipo de motivación para mentirme, y que parecía realmente preocupado por ella al decirme que tenía problemas.

¿Problemas? Nunca en todo el tiempo que llevábamos paseando por los pasillos de clase, hablando por teléfono, o tomando apuntes juntas en la biblioteca me había dado tal sensación, ni tenía ni idea de a qué se refería con aquello. Las imágenes que había estado dibujando de ella en mi mente comenzaron a flaquear, y empecé a temer de que todo lo que me había contado era una mentira. Y el por qué me había mentido era lo que hacía que mis pasos fueran más fuertes sobre el suelo. Por qué no había confiado en mí lo suficiente para tener la necesidad de mentirme.

Por fin llegué al maldito pub, con la fachada cubierta de hojas amarillentas y rosáceas ocultando los ventanales y la puerta de madera pesada. Miré a mi alrededor y me aparté un mechón de pelo que me azotó la cara por el viento, sin saber realmente qué hacer a partir de entonces.

Suerte de que Ellen me había estado obligando a ver tantos capítulos de Pequeñas Mentirosas, ya que si no, no se me hubiese ocurrido entrar al bar directamente y preguntar. Al ser viernes estaba abarrotado de gente, con las televisiones a ambos lados del local encendidas a todo volumen y la gente dando voces a mi alrededor.

Estuve un buen rato esperando en la barra a que alguien me atendiese, hasta que uno de los camareros me miró mal al hacerle perder el tiempo, murmuró algo que no entendí y señaló la calle en frente del local. Quise preguntarle una segunda vez al no haberle entendido del todo, pero cuando me di la vuelta, el camarero ya estaba a sus cosas de nuevo.

Puse los ojos en blanco y decidí que ahí no iba a encontrar a nadie ni nada que me ayudase, así que salí del local por la otra puerta y estiré el cuello parada en mitad de la calle, ya que la bandolera me estaba empezando a pesar.

Estuve a punto de darme por vencida cuando vi, en frente mía, una pequeña tienda de jabones, tan escondida al lado de grandes locales de ropa que si no hubieses sabido que estaba ahí, probablemente pasaría desapercibida.

No tenía ya nada más que hacer, y con el móvil todavía encerrado en mi mano, entré en la pequeña tienda, y una pequeña campanilla anunció mi llegada. Bajé un par de escaleras de madera antes de adentrarme del todo, y un fuerte aroma a cítricos y flores me envolvió por completo, así como el sonido de una pequeña radio en el fondo de la tienda. El suelo de madera crujió bajo mis pies, y en seguida fui atraída hacia la primera estantería a mi derecha, plagada de perlas de jabón de todos los colores y formas, con flores en jarrones de agua decorando la madera desgastada. Agarré delicadamente una perla redonda de color lila claro, y acaricié con cuidado su superficie. Era un recuerdo que no sabía que tenía y que de pronto apareció en mi mente como un viejo amigo; de pequeña bañándome en la bañera enorme en la primera casa de mis padres. No sabía que seguían existiendo.

Me giré y sonreí al chico que se acercaba a mí con un polo negro y un pequeño delantal marrón, creciendo una pequeña sonrisa al ver que le estaba mirando.

—Creo que eso es lo que mejor vendemos. La gente necesita una buena excusa para tomarse un baño.

Me reí débilmente y devolví la pequeña perla a su jarrón antes de ponerme las manos detrás de la espalda.

—También puede ser porque es lo más barato de la tienda —añadió.

Consiguió hacerme reír de nuevo, y tuve la oportunidad de darle un pequeño repaso. El pelo castaño algo rizado le tapaba los ojos, que brillaban de un color marrón claro muy bonito, como si estuviesen rociados por el sol a todas horas. Podía ser de mi edad perfectamente, tal vez un par de años mayor. Se humedeció los labios.

—Soy Leon, estaré encantado de ayudarte.

Bajé la mirada.

—Sólo estaba dando una vuelta por la zona, ni siquiera sabía que esto existía —dije dando otra pequeña vuelta con la mirada al pequeño espacio que olía tan agradable.

Chasqueó la lengua y avanzó un poco hacia el interior de la tiendita. Le seguí, suponiendo que quería seguir manteniendo la conversación. No solía ser de las que se quedaban hablando con el dependiente, pero me lo estaba poniendo horriblemente fácil.

—Sí, pocos turistas vemos por aquí. Tenemos pocos clientes, pero son fieles —dijo con una pequeña risa—. Pero los nuevos suelen volver todas las veces —añadió, y me guiñó un ojo.

Volví a reírme apartando la mirada de la suya, aunque se la devolví en seguida de nuevo.

—Todavía no soy cliente, no he comprado nada.

—Bueno, no me has dado tiempo.

Hizo una pequeña pausa con la mirada clavada sobre la mía antes de sonreírme y desaparecer detrás de la estantería que dividía la tienda en dos.

—¿Cómo te llamas?

—Jess. Jessica —respondí, siguiéndole de nuevo para encontrármelo enredando con unos pequeños frascos de cristal.

Se mordió el labio algo concentrado en lo que hacía, en un gesto que ya había visto con anterioridad y me era algo familiar. Me hizo sonreír, y me acerqué un poco más a él con curiosidad. Me tendió con una sonrisa un frasco elegante de cristal, sin tener miedo de mirarme a los ojos.

—Prueba esto, Jess.

Lo cogí sin desaparecer la sonrisa y alcé la mirada hacia él.

—¿Qué se supone que tengo que hacer con esto?

—Es perfume. Huélelo.

Me esparcí un poco por mi muñeca y me lo acerqué a la nariz para olerlo una vez se secó un poco. Tuve que detenerme un momento para apreciarlo como debía; era fresco y frutal, sutil, pero que te hace girar la mirada y preguntarte de dónde vendría ese olor tan característico. Pude verme llevar ese perfume todos los días, pude verme entrar en esa tienda cada año pidiendo un frasco nuevo, completamente rodeada por el ambiente y atrapada en él.

—¿Te gusta?

—Vaya, me encanta.

—Es flor de almendro. Llevo mucho tiempo haciendo esto, al final sé qué olores van bien con cada persona que entra.

Alcé una ceja y sonreí. Lo peor de todo es que tenía razón, porque había dado en el clavo.

—Sí que sabes cómo vender, ¿eh? —dije de todas formas, sin querer delatarme.

Se encogió de hombros.

—Es mi trabajo.

—No llevo dinero encima, desgraciadamente —le dije, devolviéndole el frasquito—. Pero sí me voy a llevar un par de las perlas de baño.

Sonrió y colocó de nuevo el frasco en la estantería.

—Genial, elige los que te gusten y te los envuelvo con gusto —me dijo, de nuevo sin detenerse antes de mirarme a los ojos sonriéndome.

No llevaba demasiado dinero encima, lo suficiente para comprar media docena. Dejé las monedas encima de su mesa de madera, que también parecía muy antigua, mientras él se ocupaba de envolverme mis jabones dentro de una pequeña bolsa de papel.

—Te he metido una muestra de la flor de almendro, por si cambias de opinión y quieres volver a por él —dijo, poniendo los codos sobre la mesa después de tenderme la bolsita.

Le sonreí y bajé la mirada con intenciones de marcharme ya, aunque me detuvo unos segundos más con el dedo. Buscó algo debajo de la mesa y me tendió una pequeña tarjeta verde oscura después de garabatear algo sobre ella con un bolígrafo negro. La cogí; “Jabón con B” se llamaba la tienda, pero lo que me hizo sonreír fue ver su nombre y su número escrito con una letra sorprendentemente bonita. Alcé la mirada hacia él, que ya me estaba sonriendo de nuevo.

—En el caso que quieras llamar —dijo.

Me reí y nerviosa me puse un mechón de pelo detrás de la oreja, evitando a toda costa ponerme colorada.

Eso era lo que no acababa de entender. Si estaba empezando a tener dudas de que tal vez me gustasen las chicas, ¿por qué hablar con chicos seguía poniéndome nerviosa? ¿Por qué seguía gustándome que me dieran sus números, e incluso me gustaba la idea de llamarle y tal vez quedar para tomar algo? ¿No se supone que me gustaban las chicas?

Con esa idea me despedí de él, con una maraña de pensamientos y sentimientos encontrados en mi pecho que hasta me costó guardar mi compra en la bandolera.

Hasta que Lena se apareció de nuevo por mi mente, de pronto, como si se me hubiese encendido una bombilla en la oscuridad. Me giré antes de salir de la tienda del todo y anduve de nuevo hasta donde se encontraba él.

—En realidad, Leon, estaba en el barrio buscando a alguien.

Titubeó durante unos segundos.

—Vale. No conozco a mucha gente de por aquí, pero intentaré ayudarte.

—Me han dicho que vivía por aquí, ¿Burrell? ¿Lena Burrell?

Se incorporó despacio y me miró con dudas en los ojos. Su semblante cambió de pronto, como si hubiese tocado algo que no le gustaba.

—¿Conoces a Lena? —preguntó.

Fruncí el ceño.

—Sí…, voy con ella a clase.

Se pasó una mano por el pelo y apartó la mirada unos segundos.

—Nunca he conocido a una amiga de Lena —acabó diciendo con un suspiro.

—Así que la conoces.

Asintió y se rio con algo de ironía.

—Es mi hermana.

La que echó la espalda atrás de sorpresa esa vez fui yo. Puse una mano en la mesa y le insistí con la mirada.

—Lena nunca me contó que tenía hermanos.

Puso los ojos en blanco.

—No me sorprende del todo. Lo hace todo el tiempo. Es mi hermana melliza.

Escuché de nuevo la campana de la puerta cuando quise reaccionar a lo que me acababa de decir, o tratar de asimilar lo que me estaba contando ese chico que hacía tan solo unos segundos había estado ligando conmigo y me había hecho plantearme cosas. Él de nuevo se puso rígido, mirando detrás mía y apartando la mirada con rapidez y con la mandíbula tensa.

—¿Jess?

Me giré.

Ahí estaba, de pie con una camiseta ceñida y sus vaqueros demasiado grandes, con su pelo escaso cayéndole por los hombros y cuidadosamente colocado detrás de las orejas. Las pestañas kilométricas le hacían sombra en las mejillas por los focos de la tienda, y llevaba dos tazas de cartón en las manos y un abrigo colgado del brazo. Se acercó con pasos apresurados, los dientes apretados y la mirada dura sobre mí, puso los vasos encima de la mesa y se dirigió a mí de nuevo con los puños apretados.

—¿Qué cojones haces aquí? ¿Estabas ligando con mi hermano? —sonaba enfadada.

La miraba incrédula, realmente sin tener ni puta idea qué responderle a lo que me estaba diciendo con tan mal carácter, como si hubiese hecho la mayor ofensa hacia su persona.

Alcé una ceja y dejé que el silencio corriese entre nosotras durante unos segundos más. No sabía que estaba enfadada con ella hasta que la vi ahí de pie en frente mía, mucho más guapa de lo que la recordaba.

—¿Qué? —es lo único que conseguí decirle, sin ocultar mi enfado en la voz.

—¿Qué haces aquí?

—Llevas una semana desaparecida, no respondes a mis mensajes, no me devuelves las llamadas, literalmente desapareces de la faz de la tierra, y después de cinco días enteros sin saber nada de ti, dónde estás, si estás bien o nada, por fin voy a hablar con Tyler. Con TYLER, Lena, para que me diese tu puta dirección y saber si estás bien o estás tirada en alguna cuneta o lo que sea, ¿y al verme lo primero que se te ocurre decirme es si estoy ligando con tu hermano mellizo, el cual no sabía que tenías?

Se quedó callada, pero sin ablandar su semblante hacia mí. Negué con la cabeza y la miré durante un par de segundos más.

—Haz lo que te de la gana, Lena. Me da igual ya. Encantada de conocerte, Leon —dije mirándole con una pequeña sonrisa dirigida a él.

Él, a pesar del panorama que había frente a él, me la devolvió y se despidió ligeramente con la barbilla. Ni siquiera volví a mirarle a Lena antes de marcharme, simplemente resoplé de enfado y me marché de la tienda con pasos fuertes, aunque no tanto como hubiese querido por respeto al viejo suelo de madera.

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